Lluvia de medianoche

Ocurrió esta tarde, apenas poco después de pasado el mediodía solar. El cielo se oscureció de pronto, como si fuera de noche. Y la lluvia comenzó a golpear los alféizares y maineles con gotas de plata, semejante a aquella cascada aislada de primavera sobre el canchal en mitad del valle verde.

Llovió en abundancia y no paró sino de manera intermitente hasta la cena. Luego prosiguió con fuerza, pasada la medianoche, y me acerqué a cerrar las contraventanas. Abajo brillaban los adoquines plateados bajo la luz de las farolas anaranjadas. Se me ocurrió pensar en otras noches solitarias en las que me viera deambulando vagabundo entre las sombras, en países lejanos, ajeno a las diversiones de este mundo. Aún sigo sintiendo parte de aquel pasado que nunca se aleja del todo. Aún sigo contando los días y los años que partieron de momentos que no puedo olvidar y que no he desterrar por siempre.

Sé que mañana los charcos de esta lluvia de medianoche habrán desaparecido, pero por ahora voy a soñar con mares y tempestades imaginarias, los males de mis recuerdos, mucho más reales y temibles que la realidad misma.

Viajes

El viaje es algo antinatural. Tiene el regusto ácido de lo desconocido. Es la única forma inevitable de salir de nuestra zona de confort, que es nuestro hogar, pero no ofrece tampoco el remedio que ansiamos. No es un fin en sí mismo, sino un medio de alcanzar problemas diferentes a los que estamos acostumbrados a ver, o de ver los mismos problemas de otra manera. Son esas carreteras especiales de nuestra España sureña, mal llamadas autovías y nacionales, donde la vegetación y la fauna hacen su aparición de sorprendentes maneras, a veces accidentales. Caminos con forma de sierpe sobre colinas seculares, pobladas de torres de vigilancia donde antaño encendieran fogatas para advertir de peligrosos enemigos. Ahora, en tiempos de paz, sirven como puntos de referencia para hacernos saber cuánto nos queda, cuánto hemos recorrido. Cuando era niño me aburría soberanamente el paso de los kilómetros, ahora podría quedarme embobado contemplando cada curva del camino, cada grieta en la carretera, cada punto distintivo de la ruta que conozco a la perfección.

Aquel pueblo con nombre combinado de mar y sierra marcaba el límite de la sevillanía sobre campos áridos, de color anaranjado en verano. A continuación, la carrera subía progresivamente y atravesaba verdes prados, entre los más fértiles de España, pese a estar en el sur. Campos sombríos, protegidos por hileras de montañas, poblados de una hierba única que pastan las ovejas que hacen quesos galardonados y apreciados por los británicos, los mejores exploradores que ha conocido nuestra tierra. Lugares bendecidos por siglos de interminables guerras y paces traicioneras. Pueblos con carácter afable y bandolero al mismo tiempo, donde se acoge con una sonrisa de mujer al tiempo que se desconfía del forastero. Donde se conocen a la perfección las finas caricias como los puños apretados sobre una espada. 

Calles vacías

Las calles del centro de Sevilla son a día de hoy maravillosamente silenciosas; solo se levantan rumores al fondo de las mismas, en las plazas y plazoletas y en lo más hondo de las tascas cerradas, pero con plena actividad en su interior. En ellas, el tiempo se detiene al son de palmas y choques de vasos anchos de cerveza, en plena clandestinidad con el apoyo cómplice de los vecinos. Las calles desprenden olores variados: a puchero de mediodía, a lejía, a tarde mortecina de domingo y a azahar caído de los árboles, todo ello mezclado con polen mustio y restos de pipí perruno.

Las patrullas de policía escasean en las calles del centro, por falta de medios para atender la demanda imaginada por el gobierno de Madrid. Ni rastro de militares o de cuerpos especiales armados en el casco histórico; quizá se estima (erróneamente) que sus habitantes se comportan con más educación y compostura que el resto de la ciudad.

Durante la primavera las nubes han descargado parte del cercano mar sobre nuestra tierra y renovado el aire que se respira a diario, tornando nuestra ciudad en algo parecido a lo que era antes y, en realidad, nunca dejó de ser: un pueblo grande, semejante a los de alrededor, pero habitado por gente en general bastante más estúpida, dándose aires de ciudadanos de algo diferente.

Cuando todo esto acabe

Me levantaré al alba con la maleta ya hecha. Habré dormido apenas tres o cuatro horas de madrugada. Pondré el coche a punto, apenas una ojeada a los niveles de aceite y agua, lo necesario para recorrer los cien kilómetros que me separan de la libertad. Saldré temprano, despacio, acelerando en su justa medida por las calles vacías. Veré de reojo amanecer a mi izquierda al pasar ante el campanario de la antigua Universidad Laboral, envuelto de rojo y gualda. Una vez en la autopista pisaré tres cuartos de pedal, manteniendo el límite de cien kilómetros por hora, ni uno más ni uno menos, hasta llegar a la rotonda de Utrera.

Veré al frente desfilar sobre las colinas nubes de lluvia fina con forma de trompas de elefante. Atravesaré la lluvia al pasar frente a El Coronil, pero apenas durará unos minutos, una vez suba la cuesta hacia Montellano, que espero poder coger en quinta, a plenas revoluciones, si no pillo ningún tractor delante.

Al fin pasaré bajo la autovía de Antequera, y podré reducir la marcha durante un rato a través de la carretera comarcal más septentrional de Cádiz, precedida por un puente viejo que cruzaré despacio, contemplando por breves instantes el arroyo del Serracín, serpenteando bajo adormecidos chopos y matorral. Al ver la sierra, giraré a la izquierda y subiré la cuesta que lleva a las montañas que siempre me han acogido en su seno sin imponerme ninguna condición. Entre ellas pienso dedicarme a pasar el resto de mis días, empezando por los largos meses estivales.

Será un verano extenso, sin tiempo ni horarios. El viejo coche me llevará de pueblo blanco en pueblo blanco. Recorreré cada callejuela olvidada, pasaré bajo cada arco desnudo y me acordaré de mis ancestros gaditanos que jamás conocí. Cada mediodía lo regaré de cerveza y tinto. Los viernes por la noche beberé vino blanco muy frío bajo las estrellas antes de irme a dormir. Solo saldré los sábados.

Pueblos blancos

Son de puras casas encaladas de blanco, encaramadas sobre robustas montañas, verdes en invierno y grises en verano.

Casas viejas, pequeñas y precarias, pero confortables en invierno, calentadas al son de pequeñas chimeneas, con suelos de barro, refugio estival contra el calor.

Calles estrechas donde huele a flores y a leña, recubiertas de pizarra y musgo, baldeadas por el agua de las lluvias de invierno y primavera, y el rocío fresco.

Pocos monumentos o castillos, solo los que la huella del tiempo no ha destruido, testigos mudos de la sangre valiente y auténtica de sus vecinos.

De plazas rojas y almenadas, torreones coronados y fuentes antiguas y susurrantes, que cantan en lenguas olvidadas ecos del pasado, esperanza en el presente y sueños de futuro.

El ángel caído

En el interior de todos nosotros mora el mal, acechando como una sombra tras el reflejo de luz que irradia un cuerpo al ser golpeado por el sol. Una vez fuimos inmortales, pero nuestra soberbia, aberrante pecado que siempre anida dentro de cada uno, ya sea más profunda o más visible, nos perdió para siempre. Somos hijos de  la luz, pero moramos entre los páramos de la noche, bajo la fría lluvia de la perdición eterna, portando un farol encendido de esperanza. Tememos la soledad, pero estamos totalmente solos, incluso en medio de una multitud sonriendo a pesar de su dolor. El dolor que acarrea la vida consigo, por el mero hecho de existir y mantenernos vivos, por mucho que lo evitemos. Tal es el sino de nuestra existencia: un severo castigo, una condena eterna de la que no nos podemos librar, ya que fuimos soberbios en tiempos de antaño, allende cualquier calendario ideado por el hombre. Tanto dolor solo puede engendrar peores pensamientos, que al llevarse a cabo se hacen realidad y destruyen, tan reales como el verbo que se ha hecho carne, tan reales como las palabras duras que conllevan actos de crueldad, que nunca pueden perdonarse del todo. Como un ángel caído, arrojado desde los Cielos tras mediar una tormenta de rayos y truenos sobre el mundo aún nuevo y vacío. El mal golpeó la tierra virgen como un martillo y aún persiste entre las sombras. Un mal que quiso y pretendió amar el mundo para arrastrarlo hacia sí.

Una vez, hace tiempo, el mal tuvo forma de ángel y era bello, el más hermoso e inteligente de todos los cuerpos celestes, no por ello el más fuerte, aunque sin duda muy poderoso e influyente entre todos los espíritus. El mal suele disfrazarse de aparente belleza, de ahí que sea más difícil verlo, pero está ahí, latente y omnipresente, en cada rincón del mundo. Tenemos que aprender a ver más allá de las apariencias.  

El camino del héroe

Ser líder no es fácil, es duro. Muy duro. Consiste en creer firmemente en uno mismo, aunque las olas del mar de la tempestad se yergan altas contra el barco que gobiernas con mano firme. Consiste en maldecir mientras agarras el timón para mantener el rumbo que has fijado tras mucho consultar sobre antiguas e imprecisas cartas de navegación, a la par que tu brújula vacila al son del movimiento de las olas. Consiste en no vacilar en la dirección tomada, y en cambiar de dirección si fuera necesario hacerlo, y en saber cuándo y cómo, sin importar las circunstancias y —si estas importaran— hacerlo igualmente. Supone incluso en morir por las propias ideas. Pero al final del viaje, si alguna vez termina, veremos la tierra que tanto ansiábamos conocer al otro lado, una tierra virgen brillando bajo la luz del nuevo sol.

También consiste en escuchar y sacar provecho de las ideas de otros, pero sobre todo en hacerse escuchar. En dudar de uno mismo, pero también estar seguro de lo que uno ha decidido una vez tomada la decisión. En llegar hasta el límite con las propias decisiones, que solo tú puedes tomar, y hacer que los demás te sigan hasta las últimas consecuencias. Consiste en morir por las propias decisiones, si ese es tu destino, y hacer que se salve tu tripulación mientras el barco se hunde contigo por tu mala elección de ideas. También es recular y buscar una solución que no existe para salvar la travesía. Ser líder es ser para los demás. El verdadero líder muere por los demás y busca el bien de su tripulación aunque ello conlleve perderlo todo. El barco es la casa, y la tripulación es familia. Ser capitán consiste un poco en ser Padre. Amén.

Huérfanos de padre

Vivimos en un mundo por entero regulado, desprovistos de rumbo propio, inmersos en medio de un capitalismo arrollador que nos impone vivir los sueños de unos pocos y nos sugiere perseguir una vida mejor, idéntica a la de referentes inalcanzables, y reducida a pocas horas en las que la fatiga no nos permite levantar cabeza. Pero el triunfo definitivo de esta economía esclavista es la de lograr encerrarnos en nosotros mismos, dentro de un círculo vicioso contra el cual solo el alcohol y el ocio efímero ofrecen una fugaz salida.

Durante esos momentos de breve lucidez, no queremos reglas, ni directrices, sino libertad plena de pensamiento y aspiraciones, más difíciles de aplicar al difuso plano de la realidad. Todo ese caos no nos lleva a ninguna parte, pero tenemos la intuición de que nos hará descubrirnos a nosotros mismos y así cambiar el mundo.

Somos los huérfanos, somos los desterrados, somos los hijos bastardos de Dios. Desde que Dios dejó de importar y abandonamos su Edén luminoso, el frondoso hogar paterno, hemos acogido sin reservas el ordenado caos que supone aceptar las reglas que imponen los poderosos.

Esos personajes referentes de nuestra infancia: Luke, Leia y Han, no son nuestros, se perdieron con el curso de las décadas que tumbaron los muros de antiguos bloques. Han venido otros roles descafeinados a sustituirlos. Ya no hay Spocks lógicos, sino inestables emocionales, ni Kirks autoritarios, sino infantiloides. El mismo Bones que antes se quejara impotente bajo su escuálida caja torácica se ha convertido en una musculosa caricatura de Éomer.

Sin embargo, el mundo nos sigue dando oportunidades de cambiar, como la de hoy. Ahora tenemos reglas impuestas, órdenes a nivel nacional e internacional, limitaciones y restricciones a derechos que nunca hemos visto peligrar, salvo por imposición paterna. Ahora el Estado toma el mando. Volvemos a tener Padre. Han cambiado las reglas de juego. Ahora solo nos queda esperar que el mundo no cambie demasiado en las próximas dos semanas.