El ángel caído

En el interior de todos nosotros mora el mal, acechando como una sombra tras el reflejo de luz que irradia un cuerpo al ser golpeado por el sol. Una vez fuimos inmortales, pero nuestra soberbia, aberrante pecado que siempre anida dentro de cada uno, ya sea más profunda o más visible, nos perdió para siempre. Somos hijos de  la luz, pero moramos entre los páramos de la noche, bajo la fría lluvia de la perdición eterna, portando un farol encendido de esperanza. Tememos la soledad, pero estamos totalmente solos, incluso en medio de una multitud sonriendo a pesar de su dolor. El dolor que acarrea la vida consigo, por el mero hecho de existir y mantenernos vivos, por mucho que lo evitemos. Tal es el sino de nuestra existencia: un severo castigo, una condena eterna de la que no nos podemos librar, ya que fuimos soberbios en tiempos de antaño, allende cualquier calendario ideado por el hombre. Tanto dolor solo puede engendrar peores pensamientos, que al llevarse a cabo se hacen realidad y destruyen, tan reales como el verbo que se ha hecho carne, tan reales como las palabras duras que conllevan actos de crueldad, que nunca pueden perdonarse del todo. Como un ángel caído, arrojado desde los Cielos tras mediar una tormenta de rayos y truenos sobre el mundo aún nuevo y vacío. El mal golpeó la tierra virgen como un martillo y aún persiste entre las sombras. Un mal que quiso y pretendió amar el mundo para arrastrarlo hacia sí.

Una vez, hace tiempo, el mal tuvo forma de ángel y era bello, el más hermoso e inteligente de todos los cuerpos celestes, no por ello el más fuerte, aunque sin duda muy poderoso e influyente entre todos los espíritus. El mal suele disfrazarse de aparente belleza, de ahí que sea más difícil verlo, pero está ahí, latente y omnipresente, en cada rincón del mundo. Tenemos que aprender a ver más allá de las apariencias.  

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