Me levantaré al alba con la maleta ya hecha. Habré dormido apenas tres o cuatro horas de madrugada. Pondré el coche a punto, apenas una ojeada a los niveles de aceite y agua, lo necesario para recorrer los cien kilómetros que me separan de la libertad. Saldré temprano, despacio, acelerando en su justa medida por las calles vacías. Veré de reojo amanecer a mi izquierda al pasar ante el campanario de la antigua Universidad Laboral, envuelto de rojo y gualda. Una vez en la autopista pisaré tres cuartos de pedal, manteniendo el límite de cien kilómetros por hora, ni uno más ni uno menos, hasta llegar a la rotonda de Utrera.
Veré al frente desfilar sobre las colinas nubes de lluvia fina con forma de trompas de elefante. Atravesaré la lluvia al pasar frente a El Coronil, pero apenas durará unos minutos, una vez suba la cuesta hacia Montellano, que espero poder coger en quinta, a plenas revoluciones, si no pillo ningún tractor delante.
Al fin pasaré bajo la autovía de Antequera, y podré reducir la marcha durante un rato a través de la carretera comarcal más septentrional de Cádiz, precedida por un puente viejo que cruzaré despacio, contemplando por breves instantes el arroyo del Serracín, serpenteando bajo adormecidos chopos y matorral. Al ver la sierra, giraré a la izquierda y subiré la cuesta que lleva a las montañas que siempre me han acogido en su seno sin imponerme ninguna condición. Entre ellas pienso dedicarme a pasar el resto de mis días, empezando por los largos meses estivales.
Será un verano extenso, sin tiempo ni horarios. El viejo coche me llevará de pueblo blanco en pueblo blanco. Recorreré cada callejuela olvidada, pasaré bajo cada arco desnudo y me acordaré de mis ancestros gaditanos que jamás conocí. Cada mediodía lo regaré de cerveza y tinto. Los viernes por la noche beberé vino blanco muy frío bajo las estrellas antes de irme a dormir. Solo saldré los sábados.