Las calles del centro de Sevilla son a día de hoy maravillosamente silenciosas; solo se levantan rumores al fondo de las mismas, en las plazas y plazoletas y en lo más hondo de las tascas cerradas, pero con plena actividad en su interior. En ellas, el tiempo se detiene al son de palmas y choques de vasos anchos de cerveza, en plena clandestinidad con el apoyo cómplice de los vecinos. Las calles desprenden olores variados: a puchero de mediodía, a lejía, a tarde mortecina de domingo y a azahar caído de los árboles, todo ello mezclado con polen mustio y restos de pipí perruno.
Las patrullas de policía escasean en las calles del centro, por falta de medios para atender la demanda imaginada por el gobierno de Madrid. Ni rastro de militares o de cuerpos especiales armados en el casco histórico; quizá se estima (erróneamente) que sus habitantes se comportan con más educación y compostura que el resto de la ciudad.
Durante la primavera las nubes han descargado parte del cercano mar sobre nuestra tierra y renovado el aire que se respira a diario, tornando nuestra ciudad en algo parecido a lo que era antes y, en realidad, nunca dejó de ser: un pueblo grande, semejante a los de alrededor, pero habitado por gente en general bastante más estúpida, dándose aires de ciudadanos de algo diferente.