El viaje es algo antinatural. Tiene el regusto ácido de lo desconocido. Es la única forma inevitable de salir de nuestra zona de confort, que es nuestro hogar, pero no ofrece tampoco el remedio que ansiamos. No es un fin en sí mismo, sino un medio de alcanzar problemas diferentes a los que estamos acostumbrados a ver, o de ver los mismos problemas de otra manera. Son esas carreteras especiales de nuestra España sureña, mal llamadas autovías y nacionales, donde la vegetación y la fauna hacen su aparición de sorprendentes maneras, a veces accidentales. Caminos con forma de sierpe sobre colinas seculares, pobladas de torres de vigilancia donde antaño encendieran fogatas para advertir de peligrosos enemigos. Ahora, en tiempos de paz, sirven como puntos de referencia para hacernos saber cuánto nos queda, cuánto hemos recorrido. Cuando era niño me aburría soberanamente el paso de los kilómetros, ahora podría quedarme embobado contemplando cada curva del camino, cada grieta en la carretera, cada punto distintivo de la ruta que conozco a la perfección.
Aquel pueblo con nombre combinado de mar y sierra marcaba el límite de la sevillanía sobre campos áridos, de color anaranjado en verano. A continuación, la carrera subía progresivamente y atravesaba verdes prados, entre los más fértiles de España, pese a estar en el sur. Campos sombríos, protegidos por hileras de montañas, poblados de una hierba única que pastan las ovejas que hacen quesos galardonados y apreciados por los británicos, los mejores exploradores que ha conocido nuestra tierra. Lugares bendecidos por siglos de interminables guerras y paces traicioneras. Pueblos con carácter afable y bandolero al mismo tiempo, donde se acoge con una sonrisa de mujer al tiempo que se desconfía del forastero. Donde se conocen a la perfección las finas caricias como los puños apretados sobre una espada.