Sotavento

Se despidió de mí con el mar reflejado en los ojos. La visita había sido fugaz pero intensa. Medio día tácito con ella, no haciendo otra cosa que mirarnos e imaginar lo que había bajo nuestras ropas, sin atrevernos aún a quitárnoslas. El viento había cambiado de dirección. Soplaba arrojando las nubes saladas contra la cima del pico San Cristóbal, descargando su contenido al otro lado de la vertiente norte, sobre calizas polvorientas y pinsapos ya resecos.

Nos habíamos prometido amor eterno bajo la sombra de las montañas, pero ahora era el momento de partir y surcar los mares otra vez, durante un largo año, hasta volver a vernos. Nos dimos un último beso que no quise que terminara.

La borrasca que llegaba del Atlántico amenazaba nuestra vida y nuestros sueños, pero había que hacerle frente de la manera que fuera, como fuera. Solo así podríamos volver a vernos.