Cogimos el coche, silenciosos como furtivos, y nos escapamos una noche de luna mora menguante, ocultos bajo la oscuridad absoluta, para no volver jamás.
Circulamos mayormente a través de carreteras comarcales para evitar sospechas, atravesando la noche, adivinando de cuando en cuando algún pueblo o caserío tenuemente iluminado entre las colinas oscuras, sin estrellas.
El agua se deslizaba sobre las ventanillas y ocultaba el camino de nuestra vista durante espacio de pocos segundos, suficientes para evitar que nos durmiéramos. Las gotas clamaban sobre la chapa del techo, pero nos sentíamos seguros en el viejo coche. La lluvia no era otra cosa que agua reciente del mar clamando por sus antiguos territorios.
Finalmente dejamos los pueblos de nuestra abandonada provincia y nos adentramos profundamente en las tierras que apellidan Frontera a todo.