Llovía al final, refrescando el suelo del calor de la ya vencida tarde. Caían frágiles gotas que parecían ensuciar los adoquines de la calle más que baldearlos, cubriéndolos de motitas grises. El enorme farol amarillo hacía brillar y resaltar todas y cada una de las piedras. Era una lluvia antinatural, extrañamente monótona, pero real y fría como el hielo. A lo lejos, tras las espadañas de las viejas iglesias, se oían tañidos de campanas de navíos, desde el distante puerto. Olía algo así en el aire como mercancías traídas desde el oeste, podridas bajo el sol, anunciando que llegaba el esperadísimo verano.
El tiempo había cambiado, el viento soplaba desde el mar embriagando el aire de la calle de sal y especias. Al fondo del río, entre cables y grúas con aspecto de grullas, se abría el inmenso mar.