Un Día

Quiero ver pasar todo un día, un solo día entero, lentamente, como si estuviera sentado desde un balcón de madera colgante, frente a toda la Sierra.

Quiero ver amanecer desde detrás del monte Albarracín y ver luego ponerse el sol tras los campos que rodean Algar, entre colinas verdes y serpenteantes veredas, camino de Arcos, haciendo brillar, a lo lejos, los pantanos.

Quiero hacerte el amor a media tarde, tras haber comido, bebido y cantado, antes de que salgan las estrellas que nunca consigo fotografiar con nitidez.

Un día de pausa, un día de paz. Un día vivido.

Trayecto

Cuando era pequeño me encantaba ver cualquier medio de transporte. Coches, trenes barcos y aviones, cohetes espaciales… El vehículo es el medio de alcanzar lo inasible, lo inalcanzable. Pero quizá sea solo el viaje lo que enciende el ánimo y la esperanza de alcanzarlo, antes de llegar. Una vez en destino, ya todo cobra menos importancia y las expectativas se desvanecen al comprobar que la vida sigue siendo igual, aquí o allí, allá donde vamos, más difícil o menos, más sucia o limpia. Quizá la esperanza está solo en el trayecto que hemos de transcurrir, sobre o entre montañas, cruzando mares o inmensas extensiones de tierra, más o menos fértil.

Noche Pirata

Llovía al final, refrescando el suelo del calor de la ya vencida tarde. Caían frágiles gotas que parecían ensuciar los adoquines de la calle más que baldearlos, cubriéndolos de motitas grises. El enorme farol amarillo hacía brillar y resaltar todas y cada una de las piedras. Era una lluvia antinatural, extrañamente monótona, pero real y fría como el hielo. A lo lejos, tras las espadañas de las viejas iglesias, se oían tañidos de campanas de navíos, desde el distante puerto. Olía algo así en el aire como mercancías traídas desde el oeste, podridas bajo el sol, anunciando que llegaba el esperadísimo verano.

El tiempo había cambiado, el viento soplaba desde el mar embriagando el aire de la calle de sal y especias. Al fondo del río, entre cables y grúas con aspecto de grullas, se abría el inmenso mar.

Escapada

Cogimos el coche, silenciosos como furtivos, y nos escapamos una noche de luna mora menguante, ocultos bajo la oscuridad absoluta, para no volver jamás.

Circulamos mayormente a través de carreteras comarcales para evitar sospechas, atravesando la noche, adivinando de cuando en cuando algún pueblo o caserío tenuemente iluminado entre las colinas oscuras, sin estrellas.

El agua se deslizaba sobre las ventanillas y ocultaba el camino de nuestra vista durante espacio de pocos segundos, suficientes para evitar que nos durmiéramos. Las gotas clamaban sobre la chapa del techo, pero nos sentíamos seguros en el viejo coche. La lluvia no era otra cosa que agua reciente del mar clamando por sus antiguos territorios.

Finalmente dejamos los pueblos de nuestra abandonada provincia y nos adentramos profundamente en las tierras que apellidan Frontera a todo.

Sal

Huele a sal en el aire.

Sopla el viento del oeste, y a ratos del sur, procedente del mar, arrastrándose sobre campos de trigo y arroz resecos, en dirección a la Bética, atraído por cimas envueltas de nubes que parecen de humo, dando de beber a ríos yacentes bajo montañas ancestrales.

Las calles de Sevilla respiran por unas horas brisa marina; la cal reluciente de sus paredes impregnada de sal llegada de otros países, mezclada con el sol.

Huele a sal marina y a salitre, el mismo que pisotean las playeras de bellas gaditanas y el mismo que acentúa el escozor de los marineros cansados.

Huele a sal, huele a mar, huele a Sur…

Barlovento

Dicen que los finales tienen que ser felices por fuerza. Este no lo fue del todo. El mismo viento que me arrebatara de sus brazos me trajo de vuelta a casa, bajo las montañas con formas prehistóricas que se ven desde el mar. Pero no encontré lo que buscaba entre las olas.

Durante doce largos meses navegué por oscuras aguas, enfrentándome a todos los peligros que un hombre ha de afrontar para merecer tal nombre y dejar de ser siervo de sus mayores. Pero no obtuve recompensa más que la experiencia de saber cómo dominar el timón de mi barco y sortear los huracanes imprevistos que se levantan sobre los mares.

Ella seguía donde la dejé, descalza sobre el césped del jardín, con sus pies finos enterrados en la hierba. La besé tras no gustar labios durante más días de los que podía contar y entramos en la casa.

Sotavento

Se despidió de mí con el mar reflejado en los ojos. La visita había sido fugaz pero intensa. Medio día tácito con ella, no haciendo otra cosa que mirarnos e imaginar lo que había bajo nuestras ropas, sin atrevernos aún a quitárnoslas. El viento había cambiado de dirección. Soplaba arrojando las nubes saladas contra la cima del pico San Cristóbal, descargando su contenido al otro lado de la vertiente norte, sobre calizas polvorientas y pinsapos ya resecos.

Nos habíamos prometido amor eterno bajo la sombra de las montañas, pero ahora era el momento de partir y surcar los mares otra vez, durante un largo año, hasta volver a vernos. Nos dimos un último beso que no quise que terminara.

La borrasca que llegaba del Atlántico amenazaba nuestra vida y nuestros sueños, pero había que hacerle frente de la manera que fuera, como fuera. Solo así podríamos volver a vernos.

Mayo

Es el mes de las flores, con aroma a cercanos dolores. De olores que recuerdan a ramos de brillantes colores, los cuales depositábamos, siempre yendo de a dos, a los pies de nuestra Madre. El mes durante el cual componíamos oraciones que recitábamos en voz alta en clase. Al volver luego a casa, las tardes eran más largas, y la noche tardaba siempre en llegar. El mes en que despertaban las ocultas pasiones de las que nos habíamos olvidado o que aún no conocíamos en nuestro interior. El mes en que todo acaba y una nueva vida empieza de verdad.