Las veía a lo lejos, al amanecer y al caer la tarde, medio borrosas en la distancia, de un color entre gris y azulado, siempre dormidas, siempre yacentes y eternas, ya fuera bajo el calor o el frío. Su simple vista era ya sinónimo inmediato de aventuras, de túneles y cuevas inexplorados, ríos y arroyos ocultos, bosques remotos y personajes imaginarios.
Entre sus valles, sobre sus cumbres, bajo sus protuberancias rocosas, el aire es más puro y más limpio, menos pesado, mucho menos mundano y, sin duda, algo mágico. Hay algo extraordinario en el aroma de los cardos silvestres, de las aulagas y tagarninas una vez florecidas al secarse bajo el peso del verano.
Sus aguas límpidas desprenden un frescor vivo, pero nacen en cambio de la roca muerta. Allí la vida cobra una vida superior a la cotidiana, más real y auténtica, pero también por ello más olvidada.