«Por qué no podemos esperar»

La vida no se detiene para nosotros. La vida no espera a que estemos preparados para afrontar las mismas etapas señaladas para cada existencia humana a lo largo de los siglos. Tal vez nuestros primeros años, más fáciles en todo de lo que lo fueron para nuestros mayores, no nos hayan servido para enfrentarnos a la máxima dificultad que imponen estos duros tiempos de incertidumbre y desgaste de las estructuras, de basura y de mentira, de vano espectáculo sobre bases de mierda.

No podemos esperar a que se abran las fronteras o mejoren las condiciones laborales, a que el mercado esté listo para asimilarnos o a que se encuentre una cura para las enfermedades que aún no conocemos como corregir. No podemos esperar a terminar unos estudios que no nos llevan en realidad a ninguna parte pero que nos exigen dedicación entera y matrículas muy reales o a firmar un contrato de duración determinada que nos permita sobrevivir unos meses antes de lograr un puesto más estable, condición indispensable para los bancos y para aspirar a menos de la mitad de calidad de vida de nuestros padres pero que aun así resulta insuficiente para mal llamados propietarios (en realidad hipotecados de por vida) avariciosos de infraviviendas.

La vida sigue esperando algo de nosotros que no podemos dar si no nos dejan vivir como es debido, como se ha vivido siempre.

Julio

Era al fin verano, una vez más. Anduve durante escaso tiempo a través de calles inundadas de sol. Subían calores desde el empedrado, flotaban en el aire perdido, cegaban los ojos y embriagaban nariz y garganta.

Pensé en lo difícil que es acometer algo cuando se tiene la cabeza puesta en otra parte. Y es efectivamente cierto, mas somos asombrosamente capaces de desafiar las leyes de la razón y de la lógica de cuando en cuando, y hacer así parecer lo imposible, a ratos, algo extremadamente sencillo.

Tal es el secreto del triunfo.

Casa

Este será mi tercer año viviendo en el centro y aún no he disfrutado plenamente de la Alameda por la noche, a pesar de vivir a apenas tres minutos andando. De sus bares de copas y terrazas. Cada vez que he pasado ante la torre de don Fadrique me ha apenado no ser del todo consciente de su plena medievalidad. Calles eternamente sucias, pero aun así sigue siendo el centro.

Pensaba que era en aquella larga y antigua calle del centro donde acababa la Sevilla conocida, así que allí me fui a vivir. Pero al cabo del tiempo descubrí que la calle no tenía salida. Las cosas que no conocemos se nos antojan mejores, pero la sensación de aprender algo nuevo no implica necesariamente que sea algo bueno o que nos convenga. No obstante, ansiamos aprender, y conservamos ese anhelo por el espacio de toda una vida, como un arma evolutiva eficiente contra los continuos avatares de la vida.

Miopía

No ver más allá de tus narices es tan peligroso como ver demasiado lejos y tropezar con lo que tenemos delante. No hay ningún modo óptimo de caminar por la vida, siempre cometeremos errores por no saber en cada momento lo que nos conviene hacer o no poder pensar suficientemente en ello.

Durante muchos años ansié ponerme gafas sin que me hicieran falta, pues nací con una vista aguda y el mejor color en el iris para mirar y ser visto. Al final me las pusieron y no tuve tampoco el resultado que esperaba. Nunca estoy satisfecho al lograr lo que persigo. Es normal.

Viaje al pasado

El coche parecía una nave espacial navegando por el espacio frío y oscuro, totalmente empañado por la condensación que caía de las nubes, aumentada a su vez cuando se impregnaba de la humedad que desprendían los campos de niebla. El vapor subía desde los charcos y los ríos.

Finalmente vimos montañas y el amanecer deslizándose bajo los cimientos pétreos. Sonaba la música de cítaras y flautines. Una campiña verde cubierta de cercos se desplegaba bajo inmensas moles rocosas. La reconocí al acto. Allí mi madre solía decir, no del todo segura ni en absoluto convincente, que ya nos quedaba poco para llegar.

Hotel

Nada nos sorprende más que despertarnos en una habitación que no esperamos, tras dormir toda una apacible noche sobre una cama que no es la nuestra, sin duda más cómoda, pero por ello mismo desconocida.

Son lugares donde nos encontramos de nuevo con nosotros mismos, tras largos meses dedicados a cosas que no son nuestras, cosas que no somos nosotros.

Aquí, en cambio, la complicidad se convierte en la nueva rutina, los horarios no estorban, las molestias son pasajeras y los beneficios muy grandes.

El ocio es necesario para purgar el negocio. Tal es el precio de la vida.

Aviones

Desde muy pequeño me interesó volar. Quería saber lo que se sentía al dejar el suelo a una velocidad apenas superior a la de un Fórmula 1, quería averiguar qué tacto tienen las nubes. Algunos niños sueñan con el mar, yo en cambio siempre lo he hecho con las alturas. En lugar de anclas y gorras de capitán, adornaba mi escritorio con hélices y aeromodelos de madera de balsa. Ojeaba enciclopedias plagadas de láminas a todo color que ilustraban los múltiples tipos de aeronaves. En vez de puestas de sol idílicas a orillas del océano suelo preferir ver al astro rey desaparecer bajo las cimas del mundo.

Durante los meses confinados en casa he dejado de ver aviones surcando el cielo, solo algún helicóptero de emergencias ha invadido por espacio de un breve instante el límpido espacio aéreo. Una tarde vi una bandada de patos migrando a baja altura. Lo cual me desconcierta sobremanera aunque no siempre sea consciente de ello, ya que resido justo exactamente bajo un corredor aéreo de primer orden, el cual se ha vuelto año tras año más y más importante.

Un día comenzaré una historia sirviéndome de la circunstancia de un viaje en avión, desde que deje el suelo hasta que vuelva a tocarlo. Todo transcurre entre un duro despegue y un suave aterrizaje. Esa es la parte que importa de veras en toda historia, la central, el nudo, el desarrollo, el núcleo.

Viaje a Málaga

Recuerdo aquella noche de larga espera, tras haber visto la primera película comprada de Tintín en formato vídeo, esperando la hora de despertarnos, las seis, y de enjuagar mi cara con ánimo de quitarme algunas legañas de los ojos. Nunca me había despertado a aquella hora y me parecía algo nuevo y exótico aún por probar. Salimos muy temprano de casa, persiguiendo al tren de la tarde anterior, y aún no eran las siete cuando ya circulábamos por una vieja carretera vacía, aquí mal llamada autovía, entre campos ocultos bajo la sombra y luces de colores provenientes de los extensos polígonos de la periferia. Nuestro coche era rojo, apenas si alcanzaba los cien por hora en aquella época, por lo que tardamos más de dos horas en llegar a nuestro destino. Los túneles en la ida eran injustamente más cortos que en la vuelta.

Campamento

Llegó el gran día. Lo había esperado con impaciencia, no puedo mentir. Algunas noches me costaba dormir bajo la ventana, aun cerrando mis ojos con fuerza y buscando la postura más cómoda. El calor del verano tampoco ayudaba. Todos los elementos jugaban en mi contra. El tiempo pasaba demasiado despacio, la rutina no terminaba nunca y la aventura no empezaba de una vez.

Pero el día señalado, rodeado con color rojo en el calendario, llegó cuando tenía que llegar. Ni antes ni después, sino cuando era necesario. Aquella mañana no me costó en absoluto levantarme de la cama. Estuve dando guerra desde primera hora.

A pesar de todo, había que esperar a que llegara la tarde. La mañana se me hizo eterna, y la comida a mediodía también. Hasta la película de fantasía que vimos mientras mis padres se echaban la siesta. Finalmente, dieron las cuatro de la tarde y respiré aliviado.

La hora de ir al colegio se acercaba ya, y mis padres, aunque ya en pie y activos, no parecían darse cuenta de que teníamos que ir saliendo. Mi padre buscaba las llaves del coche, como siempre. Mi madre comprobaba mi equipaje; quería asegurarse de que no olvidaba nada.

Yo llevaba una mochila enorme, que una amiga de mi madre nos había prestado, con la cantimplora rígida colgando a un lado y la gran linterna de cinco luces distintas al otro. Encima de todo el conjunto un grueso saco de dormir torpemente enrollado, un poco ladeado hacia la derecha. Lógicamente, me hacía perder el equilibrio. Y por último un macuto más, verde, con aspecto ligero pero que me dejaba la marca del asa bien grabada en el brazo. De esta guisa bajé en el ascensor acompañado tan solo de mi madre; obviamente no cabíamos todos ahí y el equipaje debía dar más de la mitad de mi peso.  

El patio del colegio estaba repleto de niños, como unas semanas antes cuando había clase, pero esta vez todos parecían contentos. Mucho más de lo habitual en nosotros.

Nos dirigimos a los autocares. Separados ya de nuestros padres, algunos cogimos la delantera. Por una vez, nos olvidamos de la acera. Teníamos la calle entera para nosotros. Los profesores tampoco nos dijeron nada. Al entrar en los vehículos, fueron pasando lista y los primeros dijimos “sí”, hasta que alguien tuvo la ocurrencia de decir otra cosa:

— ¡Presente!

Me gustaba más esa palabra. Lamenté no haberla dicho.

Lentamente, los autocares se fueron poniendo en marcha. Nos despedimos haciendo gestos exagerados con las manos. Estábamos excitados, muchos nunca nos habíamos separado de nuestros padres durante más de media jornada de escuela. Los vehículos dieron una vuelta por el barrio, internándose en calles que conocíamos de memoria pero que nunca habíamos visto desde aquella alta perspectiva. Yo me preguntaba cómo podíamos caber en ellas. Finalmente alcanzamos la autopista y pusimos rumbo a lo desconocido.

Cantábamos a pleno pulmón. Era imposible hacernos callar. Algunas de las canciones no gustaban a nuestros monitores, pero tuvieron que aguantarse. Pasamos por pueblos de nombres graciosos, como Montellano, que fueron pasto de nuestras bromas.

Aquella noche, junto al fuego de campamento, prometí dedicar mi vida a lo desconocido.

Tarde de verano

Atardece y llega esa hora precisa en la que no parece ya de día ni tampoco es aún de noche, esa hora en la que el rayo declina y las plantas despiden durante el espacio de un instante su olor vivo antes de irse a dormir.

Esta hora me recuerda siempre a la casa de mis abuelos, ya que el toldo dejaba de tener su función y tocaba subirlo aunque el sol molestara y penetrara a través de polvorientos ventanales alcanzando el reloj de péndulo, reflejándose en los cristales.

Es tiempo de verano y el día declina.