Campamento

Llegó el gran día. Lo había esperado con impaciencia, no puedo mentir. Algunas noches me costaba dormir bajo la ventana, aun cerrando mis ojos con fuerza y buscando la postura más cómoda. El calor del verano tampoco ayudaba. Todos los elementos jugaban en mi contra. El tiempo pasaba demasiado despacio, la rutina no terminaba nunca y la aventura no empezaba de una vez.

Pero el día señalado, rodeado con color rojo en el calendario, llegó cuando tenía que llegar. Ni antes ni después, sino cuando era necesario. Aquella mañana no me costó en absoluto levantarme de la cama. Estuve dando guerra desde primera hora.

A pesar de todo, había que esperar a que llegara la tarde. La mañana se me hizo eterna, y la comida a mediodía también. Hasta la película de fantasía que vimos mientras mis padres se echaban la siesta. Finalmente, dieron las cuatro de la tarde y respiré aliviado.

La hora de ir al colegio se acercaba ya, y mis padres, aunque ya en pie y activos, no parecían darse cuenta de que teníamos que ir saliendo. Mi padre buscaba las llaves del coche, como siempre. Mi madre comprobaba mi equipaje; quería asegurarse de que no olvidaba nada.

Yo llevaba una mochila enorme, que una amiga de mi madre nos había prestado, con la cantimplora rígida colgando a un lado y la gran linterna de cinco luces distintas al otro. Encima de todo el conjunto un grueso saco de dormir torpemente enrollado, un poco ladeado hacia la derecha. Lógicamente, me hacía perder el equilibrio. Y por último un macuto más, verde, con aspecto ligero pero que me dejaba la marca del asa bien grabada en el brazo. De esta guisa bajé en el ascensor acompañado tan solo de mi madre; obviamente no cabíamos todos ahí y el equipaje debía dar más de la mitad de mi peso.  

El patio del colegio estaba repleto de niños, como unas semanas antes cuando había clase, pero esta vez todos parecían contentos. Mucho más de lo habitual en nosotros.

Nos dirigimos a los autocares. Separados ya de nuestros padres, algunos cogimos la delantera. Por una vez, nos olvidamos de la acera. Teníamos la calle entera para nosotros. Los profesores tampoco nos dijeron nada. Al entrar en los vehículos, fueron pasando lista y los primeros dijimos “sí”, hasta que alguien tuvo la ocurrencia de decir otra cosa:

— ¡Presente!

Me gustaba más esa palabra. Lamenté no haberla dicho.

Lentamente, los autocares se fueron poniendo en marcha. Nos despedimos haciendo gestos exagerados con las manos. Estábamos excitados, muchos nunca nos habíamos separado de nuestros padres durante más de media jornada de escuela. Los vehículos dieron una vuelta por el barrio, internándose en calles que conocíamos de memoria pero que nunca habíamos visto desde aquella alta perspectiva. Yo me preguntaba cómo podíamos caber en ellas. Finalmente alcanzamos la autopista y pusimos rumbo a lo desconocido.

Cantábamos a pleno pulmón. Era imposible hacernos callar. Algunas de las canciones no gustaban a nuestros monitores, pero tuvieron que aguantarse. Pasamos por pueblos de nombres graciosos, como Montellano, que fueron pasto de nuestras bromas.

Aquella noche, junto al fuego de campamento, prometí dedicar mi vida a lo desconocido.