Recuerdo aquella noche de larga espera, tras haber visto la primera película comprada de Tintín en formato vídeo, esperando la hora de despertarnos, las seis, y de enjuagar mi cara con ánimo de quitarme algunas legañas de los ojos. Nunca me había despertado a aquella hora y me parecía algo nuevo y exótico aún por probar. Salimos muy temprano de casa, persiguiendo al tren de la tarde anterior, y aún no eran las siete cuando ya circulábamos por una vieja carretera vacía, aquí mal llamada autovía, entre campos ocultos bajo la sombra y luces de colores provenientes de los extensos polígonos de la periferia. Nuestro coche era rojo, apenas si alcanzaba los cien por hora en aquella época, por lo que tardamos más de dos horas en llegar a nuestro destino. Los túneles en la ida eran injustamente más cortos que en la vuelta.