El coche parecía una nave espacial navegando por el espacio frío y oscuro, totalmente empañado por la condensación que caía de las nubes, aumentada a su vez cuando se impregnaba de la humedad que desprendían los campos de niebla. El vapor subía desde los charcos y los ríos.
Finalmente vimos montañas y el amanecer deslizándose bajo los cimientos pétreos. Sonaba la música de cítaras y flautines. Una campiña verde cubierta de cercos se desplegaba bajo inmensas moles rocosas. La reconocí al acto. Allí mi madre solía decir, no del todo segura ni en absoluto convincente, que ya nos quedaba poco para llegar.