El olor del verano muerto

Cayó una flor de jazmín a enterrarse dentro del tiesto. Olía a lluvia, mas no llovía. No aún. También llegaba hasta mi balcón el aroma de leña encendida, pero no veía humo: había de ser una hoguera oculta o una chimenea clandestina perdida en medio de la oscura urbanidad.

Llegaba la época que precede al frío. Llegaba el mes de los muertos y de la nostalgia, el eterno recomenzar de la aventura, el inicio de senderos ocultos entre bosques y valles, bajo montañas.

La lluvia, cuando acompaña, es una fina cortina translúcida bajo la que reluce la cal de casas bicentenarias.

Libros y chocolate

La noche fue mágica. Paseamos por calles atestadas de gente, bajo el olor de buñuelos y algodón de azúcar. Mi madre me obsequió con un chocolate caliente que bebí deleitado mientras devoraba las hojas de aquel libro que no hacía sino contar de nuevo una historia que ya conocía y había visionado sobre la amarillenta pantalla del enladrillado salón de actos de mi colegio.

Un  día me llevé el libro, ya mi fiel compañero, a las clases de matemáticas que me impartía mi madre, y de cuando en cuando echaba una ojeada a sus páginas, deseoso de poder adentrarme de nuevo en sus cálidas palabras. Mi madre me hizo ver que aquella actividad era incompatible con el aprendizaje de las ciencias lógicas que se afanaba en enseñarme. Y mi padre, dándose cuenta, me arrebató el libro de las manos sin mediar palabra y lo rompió en varios trozos antes de tirarlo a la papelera. Aquello me hizo ver inmediatamente a qué quería dedicar mi vida desde entonces, y a qué no.

Tesoro

No podían con él. Había visto la Luna y las estrellas sobre las montañas. Sabía más que ellos de todo. El mundo era mucho más inmenso que la pequeñez que ellos querían plantear sobre las cosas importantes para hacerlas irrisorias a sus ojos y para convertir lo irrisorio en grandioso.

Motores

Cada movimiento de pistón, cada ciclo, cada tiempo es un paso más hacia la ansiada libertad. Fluye el aceite entre las piezas como la sangre entre los órganos del cuerpo.

Cada vuelta de rueda, un metro más que nos aleja de la mortal rutina, del aburrido rincón de una calle conocida hasta el hartazgo.

Cada avería, cada enfermedad, un simple trámite que resolver para proseguir el viaje. Cada recuperación, cada revolución nos acerca un poco más a las cimas de la sierra.

Cada curva, un peligro invisible bajo la sombra de árboles milenarios, junto a precipicios de roca viva.

El mejor de los lugares

Recuerdo aún reciente aquella hermosa mañana que pasamos caminando por la sierra, primer día y preludio de un largo invierno. El sendero estaba fresco y frágiles rayos de sol destellaban sobre las hojas humedecidas. Hicimos el camino rápidamente, ya que no había apenas nadie. Solo naturaleza salvaje a un lado y al otro del estrecho valle que te impregna con su magia y se queda contigo para siempre adonde quiera que vayas.