Libros y chocolate

La noche fue mágica. Paseamos por calles atestadas de gente, bajo el olor de buñuelos y algodón de azúcar. Mi madre me obsequió con un chocolate caliente que bebí deleitado mientras devoraba las hojas de aquel libro que no hacía sino contar de nuevo una historia que ya conocía y había visionado sobre la amarillenta pantalla del enladrillado salón de actos de mi colegio.

Un  día me llevé el libro, ya mi fiel compañero, a las clases de matemáticas que me impartía mi madre, y de cuando en cuando echaba una ojeada a sus páginas, deseoso de poder adentrarme de nuevo en sus cálidas palabras. Mi madre me hizo ver que aquella actividad era incompatible con el aprendizaje de las ciencias lógicas que se afanaba en enseñarme. Y mi padre, dándose cuenta, me arrebató el libro de las manos sin mediar palabra y lo rompió en varios trozos antes de tirarlo a la papelera. Aquello me hizo ver inmediatamente a qué quería dedicar mi vida desde entonces, y a qué no.