Destinos

Soy un hombre con dos vidas. He tenido una vida antes de conocerte y otra después de hacerlo. Ambas vidas han terminado siempre lejos de casa, en dos hoteles situados en dos extremos de la península. En sendos hoteles he conocido todo lo importante que te ha de pasar en la vida. Allí he vivido los momentos más determinantes de mi existencia. En ellos me han propuesto entregar mi vida, la primera para un propósito que no alcancé, la segunda para otro que nos hemos propuesto seguir juntos. En el interior de Portugal y en la sierra de Cádiz, siempre cerca del aire del mar, pero sin ver la costa sino de lejos, inmersos entre árboles y montañas he escuchado palabras de importancia. En el país cristiano más occidental de Europa me llamó Dios a través de personas que no compartían su plan para conmigo; más tarde, en mi verdadero país, me llamó mi compañera de penurias y alegrías. En el hotel rosado oí las primeras palabras portuguesas, palabras que miran allende los mares, palabras raras que no entendía pero sí podía leer con facilidad. En el hotel rústico, de sencilla cal blanca y tejas rojas, lugar ante el cual siempre pasé sin saber que allí terminaría mi eterno estado civil, fue donde aprendí que la gente sencilla es la mejor del mundo. Las gentes humildes nos inspiran con su ejemplo y desdicen los problemas que nos asolan en las ciudades, que nos preocupan y persiguen pero no tienen más importancia que la que queramos darle. Aquí lo que importa son los días, largos en verano, cortos en invierno, y las noches, siempre frías, oscuras y con relente, importan el sol, siempre blanco, y la luna incandescente, que sube despacio desde las cumbres, las montañas de formas voluptuosas, y el agua cristalina. Vivir cada nuevo día, trabajar duro, comer abundante y dormir cada noche, al calor de la lumbre. Rezar, pero no rezar encerrados, sino al son de los pasos firmes que damos al caminar y subir cuestas penosas para observar el vuelo de las aves majestuosas, y el santuario de los pinos, embalses, calizas y pinsapos.

Tras un largo día paseando por la ribera del río, el camino de mi infancia, ella se me declaró. No fue en el prado donde recogíamos hojas en primavera y otoño, ni fue en aquellos llanos sobre la montaña donde antaño, muchos años atrás, durmiera por vez primera al raso. Ella me dejó las pistas en formas de letras de papel y yo las fui recogiendo. Una vez reunidas todas las letras, compuse la frase que toda mujer quiere oír para decir sí.

Entramos en un bar antiguo

Paseamos por la calle Feria y vuelvo a recordar lo que es Sevilla anochecida. Hay mucha gente, tal vez demasiada. Gente buscando a gente, personas esperando a otras personas y encontrando nuevas formas de amar. Chicas esperando bajo dinteles de iglesias, esperando a que las hermandades terminen sus misas para salir a cenar con sus citas.

Entramos en un bar antiguo donde se sienta gente bien vestida que nos mira mal; quizá no estamos en el sitio adecuado, así que nos vamos por donde hemos venido.

Nos decantamos finalmente por un bar moderno. Misma gente, tal vez peor vestida, pero aquí nos atienden bien. Pedimos comida sin origen definido y bebemos vino sureño, siempre buena elección. La luna está llena, la noche sin estrellas, pero el frío sopla entre las ramas desnudas de hojas ya barridas.