I
De niño visitó Cádiz dos veces, una vez muy pequeño, bajo un frío de otoño en Cortadura. Pasaron una mañana avistando cañones oxidados sobre una muralla de piedra desgastada. Más tarde vivió parte de un verano en una casa desconocida, cuya única imagen recordada era la de un viejo tocadiscos que tenía prohibido usar y un montón de enciclopedias grises, del mismo color que el cielo de aquellos días.
II
Aquella mañana empezó con la imagen de una boda sobre las escalinatas del Pópulo, tras lo cual visitamos un pequeño balcón abierto al mar. Después, callejeamos bajo terrazas albas hasta encontrar donde comer en una mesa al aire libre, bajo balcones de hierro forjado, entre transeúntes y turistas, con abundante pan y cubiertos de mango amarillo. Aquel pescado sabía a gloria, fuera cual fuera su nombre.
Pasamos el día haciendo turismo eclesiástico: catedral y su cripta húmeda, museo catedralicio, Oratorio de la Santa Cueva. En cada corredor abundaba el oro, el lino y la plata, vestigios de un antiguo poder sobre la primera ciudad fundada al oeste del mundo conocido.
Al atardecer paseamos sobre la playa de Santa María del Mar, andando sobre la arena fina. Algunos nos animamos a recorrer el espigón en toda su longitud, sobre las rocas resbaladizas mientras el sol bajaba hasta casi rozar las olas. La vuelta la hicimos bajo la oscuridad reflejada sobre la espuma del mar, como una despedida callada en oración.
III
El tren se deslizó, suavemente al principio, chirriando al pasar sobre los cambios de raíles. El estudiante, sentado, contemplaba el desfile silencioso de los campos extensos que le separaban del mar a medida que el camino tornaba lentamente hacia el suroeste. Conocía bien aquellos paisajes, durante el espacio de un año cierto tiempo atrás fueron parte de su rutina semanal. Ahora, aquella campiña parda, verde a ratos, era la frontera que le separaba del primero de sus hermanos.
Cádiz les dio la bienvenida, blanca y reluciente. Caminaron hasta la playa de la Caleta y pasaron bajo el arco. Soplaba el viento del levante aquella tarde, aunque sin demasiada intensidad. Hacía mucho calor y apenas olía a mar salado. Pocas olas en el horizonte. Recorrieron el camino que se adentraba en las rocas hasta llegar al castillo fortificado de San Sebastián. El agua verdosa besaba los cimientos de piedra tostada.
Luego, tras tomar una o dos cervezas, fueron a comer aquel pescado milenario hasta saciarse. Bebieron grandes cantidades de alcohol entre plato y plato, haciendo de aquel día, de aquellas cortas horas, un momento atemporal para el recuerdo. Después volvieron a sentarse junto al mar, despertando ya al fin, con la marea más arriba.
A falta de bañador, optó por meterse en el agua en vaqueros. El baño enfrió, de algún modo, el entusiasmo ocasionado por la bebida. Luego siguieron su recorrido por el paseo marítimo, sin despegarse nunca demasiado del agua, buscando nuevos bares y nuevas orillas donde avistar mejor el atardecer sin desear nunca que llegara.