La última frontera

A veces (y no tanto como me gustaría) acostumbro a caminar por parajes desolados que antaño me parecieran más grandes de lo que son hoy en realidad. La naturaleza es algo brutal, te golpea en la frente con la dura realidad de los elementos apenas has cruzado su umbral. Es en esos momentos en los que ese débil nexo que recientemente he descubierto entre el espacio y el tiempo nos hace darnos la vuelta y tomar conciencia de nosotros mismos, a falta de poder apreciar plenamente las sutilezas que tenemos por delante. Durante esa breve pausa nos damos cuenta de lo que no hemos podido pensar en los días pasados, en los que nos falta el tiempo para hacerlo debido a la intensa (y sin embargo irrelevante) vida que llevamos vivida.

Los déjà-vu no son sino recuerdos de sueños antiguos avivados al visitar de nuevo aquellos lugares que nos han marcado de alguna u otra manera. No podemos volver al pasado, pero sí rememorarlo y aprender de él, aprovechando la perspectiva ganada con el paso del tiempo y de sufrir de la experiencia de aquello ocurrido.

No podemos cambiar lo que no nos toca a nosotros hacer. No tenemos derecho a pedir a nadie que cambie, puesto que no se trata de nosotros ni de algo que sea nuestro, solo podemos alentarlo con el ejemplo y el éxito de una vida feliz, si de veras estamos convencidos de que merece la pena derrochar en otra persona nuestra energía más positiva.

Ante esto, no nos queda otro remedio que aceptar la realidad tal y como es, esperando una mejora gradual en el futuro, sin prisas. Ocuparnos de lo que es de veras importante; vivir el presente de la mejor forma posible. O tal vez hacer que mejore la vida de alguien necesitado, algo tan frecuente en un mundo que no se preocupa en absoluto por los demás si no hay algo parecido a un premio o reconocimiento claramente visible en ello.

Alguien nos hará ser mejores si no somos capaces de hacerlo nosotros mismos por nuestros propios medios. Quizá alguien nos hará poner todos nuestros medios, aquellos que no estábamos dispuestos a dar fácilmente, incluso algunos recursos que desconocíamos tener ya fuera en nosotros o nuestro entorno, al servicio de alguien que no seamos nosotros. Esta es la última frontera que transciende lo físico y nuestros propios límites.

Sevilla

Siempre tuviste los ojos y los oídos bien abiertos, mas sabías cuando cerrar la boca para tu conveniencia, aunque de cuando en cuando se te escape apenas un sorbo de lo que deseas, no de lo que piensas; tienes cara de pensar mucho mientras hablas conmigo, pero no estoy seguro de que lo hagas, aunque si lo hicieras nunca sabría de qué se trata.

Por tus calles estrechas y sinuosas abundan las tiendas de colores, objetos antiguos e inútiles y retazos de modernidad igual de inservibles. Pero reconozco que hay cierta magia en el aroma de tus naranjos, en el azahar, y en el brillo del sol sobre el agua al caer la tarde.

Hablas con uno y otro, ávida de compromiso pero llena de mil y una dudas, porque en fondo lo que quieres es fama y dinero, en eso no tienes nada de diferente a las demás capitales de provincia. El vestido de flamenca no te distingue de otra andaluza más que el de una arlesiana a otra provenzal. Solo lo luces una semana en la que el tiempo pasa volando, sin consecuencias importantes.

Te haces de rogar para entrar en tu vida, para dar a conocer tus defectos y vergüenzas, pero, al final, resultas ser un montón de azulejos rotos, coloridos por delante, toscos por detrás.

Marbella

No estaba muy convencido al principio, pero no me arrepentiría al final. Salimos por la tarde, como es costumbre mía cuando marcho tan al este.

De aquel viaje solo recuerdo que ya era noche cerrada cuando circulábamos sobre la casa de mis abuelos, tan llena de recuerdos, pero no era aquella vez nuestro destino, sino algo más allá, en una ubicación incierta, situada en la misma costa, pero un poco más metida en el mar.

No hubo golpe sordo, pero aún así corríamos un grave peligro sin ser conscientes de ello. Una vez llegados a nuestro destino, una alba urbanización en plena costa del sol, nos dimos cuenta del alcance del daño, plasmado en un reventón en la rueda del conductor. Tuvimos que cambiarla para no dejar la furgoneta coja durante toda la noche. Finalmente nos fuimos a la cama bien entrada la madrugada, cada uno en el colchón más adaptado a sus necesidades, pero no por ello el más cómodo, ocupando todas las estancias de la casa.

A la mañana siguiente, una vez levantados y realizadas todas las tareas necesarias, bajamos todos hasta una piscina que no era sino un pozo en lo más hondo de una colina de césped verde. Aquella tarde comencé a leer la historia de aquel niño desdichado que terminaba bien a pesar de vivir mil y una vicisitudes con una y otra improvisada compañía encontrada durante su largo camino. No sabía que más tarde emprendería un camino parecido buscando el mismo final.

Por la tarde bajamos, más bien nos deslizamos, al mar, reluciente y quieto como una platina, reflejando el brillo del atardecer en escala de grises.

La Antilla

Llegamos de buena mañana, tras un corto viaje hecho a velocidad de furtivos, a un pueblo fantasma, similar a uno del oeste americano, pero sin más desierto que las dunas de la playa. La calle principal, otrora poblada de gente haciendo colas para poder alquilar un piso por una quincena; buscando las chanclas o gafas de sol más baratas, o un lugar agradable donde cenar y reunirse con amigos más tarde, yacía ahora vacía hasta el punto de poder contemplarse el inmenso arco iris que formaba la secuencia de losas coloreadas que habían puesto el año anterior. Habíamos vuelto al mismo sitio, sí, pero aquel sitio sin gente no era ya nada. Ni siquiera el chiringuito junto a la playa sabía igual o tenía el encanto de aquella fatídica tarde donde el fútbol de la selección firmó su finiquito. La nostalgia nos hace recordar todo mejor de lo que es, que no lo que era, en realidad.

N-IV

Es una larga recta que desciende serpenteando suavemente, tal como un río plácido e inerte entre colinas, a ratos ascendiendo, sobre llano en su mayor parte, por medio de campos embarrados o mayormente resecos. Comienza su curso junto a una gran rotonda que tiene su gemela al término, tras cruzar el puente Ramón de Carranza. Empieza envuelta en bruma del río por la mañana, con un molesto sol amaneciendo entre los primeros chalets del sur. Se extiende bajo aromas de aceite prensado de primera calidad, para más tarde pasar bajo la sombra de árboles milenarios junto a las márgenes de un río presente todo el camino más sin jamás ser visto.