La última frontera

A veces (y no tanto como me gustaría) acostumbro a caminar por parajes desolados que antaño me parecieran más grandes de lo que son hoy en realidad. La naturaleza es algo brutal, te golpea en la frente con la dura realidad de los elementos apenas has cruzado su umbral. Es en esos momentos en los que ese débil nexo que recientemente he descubierto entre el espacio y el tiempo nos hace darnos la vuelta y tomar conciencia de nosotros mismos, a falta de poder apreciar plenamente las sutilezas que tenemos por delante. Durante esa breve pausa nos damos cuenta de lo que no hemos podido pensar en los días pasados, en los que nos falta el tiempo para hacerlo debido a la intensa (y sin embargo irrelevante) vida que llevamos vivida.

Los déjà-vu no son sino recuerdos de sueños antiguos avivados al visitar de nuevo aquellos lugares que nos han marcado de alguna u otra manera. No podemos volver al pasado, pero sí rememorarlo y aprender de él, aprovechando la perspectiva ganada con el paso del tiempo y de sufrir de la experiencia de aquello ocurrido.

No podemos cambiar lo que no nos toca a nosotros hacer. No tenemos derecho a pedir a nadie que cambie, puesto que no se trata de nosotros ni de algo que sea nuestro, solo podemos alentarlo con el ejemplo y el éxito de una vida feliz, si de veras estamos convencidos de que merece la pena derrochar en otra persona nuestra energía más positiva.

Ante esto, no nos queda otro remedio que aceptar la realidad tal y como es, esperando una mejora gradual en el futuro, sin prisas. Ocuparnos de lo que es de veras importante; vivir el presente de la mejor forma posible. O tal vez hacer que mejore la vida de alguien necesitado, algo tan frecuente en un mundo que no se preocupa en absoluto por los demás si no hay algo parecido a un premio o reconocimiento claramente visible en ello.

Alguien nos hará ser mejores si no somos capaces de hacerlo nosotros mismos por nuestros propios medios. Quizá alguien nos hará poner todos nuestros medios, aquellos que no estábamos dispuestos a dar fácilmente, incluso algunos recursos que desconocíamos tener ya fuera en nosotros o nuestro entorno, al servicio de alguien que no seamos nosotros. Esta es la última frontera que transciende lo físico y nuestros propios límites.