Durante incontables y largos años, un plazo que ahora parece brevísimo y remoto, viví sin conocer el dinero. No tenía idea, ni siquiera aproximada, de su valor ni de las posibilidades que ofrecía, y no le otorgué interés alguno. En lugar de ello, me refugié en las palabras, a la vez preciosas y útiles, como reliquias con las que podía plasmar ideas y ensueños míos —quizá no míos del todo, tal vez en parte inspirados por otras fuentes— y comunicarlos a otras personas, aunque mi intención era tan solo darles forma, no compartirlos en primera instancia. Más tarde me vi obligado a emplear las palabras, aquellos tesoros puestos durante décadas a buen recaudo en lo más profundo de mi interior, para fines lucrativos y comprobé el poco valor que tenían para el mercado aunque para mí lo fueran todo o casi. Maldije aquella vanidad y estupidez creada en mi opinión por personas huecas y sin escrúpulos, que juzgaba sin conocer plenamente. Pero el paso de los años me hizo darme cuenta de que, fuera de las palabras, más allá de las metáforas, recursos literarios y descripciones, lo que queda es la vida. «Unos viven y otros escriben», me dije.
Don
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