Polo

Fue nuestro primer bólido de carreras. Mi tío Pepillo, propietario de un desguace ubicado en algún lugar incierto de los alrededores de la ciudad, lo tuneó apropiadamente para su época y le colocó unos altavoces que realzaban la música de casete que entraba por la antena colocada sobre el capó con alegre altanería. Un coche pequeño, lento, pero que para nosotros era de categoría. Durante más de una década soñé con poder conducirlo, sabiendo que el día que lo consiguiera entonces me habría hecho mayor, siendo al menos semejante a mi padre, a quien tanto admiraba y temía.

Dos décadas después, mi tío político, portador del mismo nombre que el modelo del coche de mi padre, me cedió un automóvil apenas usado, similar en tamaño y prestaciones, con la única salvedad de que el cuentakilómetros llegaba hasta 200 km/h, cosa que antes del cambio de siglo no era tan frecuente en un utilitario de aquel formato. Lo exploté al máximo, otorgando a aquel vehículo, tanto tiempo inmóvil y olvidado, una segunda vida, llegando con él hasta todas las provincias de mi tierra, antaño pobladas de caballos. Buscaba sus límites sin encontrarlos; puse a menudo mi vida en compromiso a través de riscos y cuestas que el motor apenas si alcanzaba a superar, pero siempre obteniendo la alegría de volver sano y salvo a casa después de cada aventura recorrida por los campos de Andalucía.

Para mí el automóvil representa el intento humano de romper las fronteras puesto al alcance de la clase media, o al menos eso fue durante buena parte del siglo XX. Al mismo le debemos casi tanto como los marinos mediterráneos a sus carabelas o los pilotos de correo transoceánico del periodo de entreguerras a sus viejos aviones de hélice. Todos los vehículos son instrumentos de libertad.