Es una tarde con una luz similar a aquella otra de nuestro enlace, pero mucho más fría, ya puestas las flores de Pascua sobre las mesas vestidas con manteles de color vino, y la enorme chimenea doble encendida, calentando el gran salón encalado y vacío, recubierto de vigas. Me recuesto sobre uno de los vencidos sofás y sueño durante media hora que me parece eterna, frente a un café humeante acompañado de un paquete de azúcar con cita.
En mi sueño hay un padre orgulloso de ver a su hija casarse con un hombre de origen incierto, sin apellidos distintivos, pero con una ambición desmedida por vivir la vida que nunca le dejaron tener. No sabe que apenas un año más tarde la misma vida le traerá un nieto que portará su nombre y que será la viva imagen de sus comienzos. Si lo supiera, le diría a aquel niño que no creciera nunca.
Al abrir los ojos te veo a ti y a nuestro hijo y sonrío, repleto. El sol cae en dirección a Sevilla y la última noche de estos dos duros años llega inexorable. Mañana amaneceremos en Cádiz, como debe ser.