Dos

Para mí el dos siempre fue un número de color rojo, mi preferido entre todos aquellos contenidos en la escala cromática. Tengo la suerte de vivir en la década roja, la segunda del segundo siglo de nuestra era. Creo firmemente que las segundas partes a veces pueden ser no solamente buenas, sino incluso mejores que la anterior, superando la frialdad aún no del todo esbozada de la primera vez.

Es increíble descubrir cómo una historia se te mete en la cabeza, más que una idea, mucho más que un estudio, una obsesión por alguien del sexo opuesto o una persecución profesional o monetaria. Necesitamos historias, precisamos de aquellas palabras que antaño nos hicieran temblar de miedo o de felicidad antes de irnos a dormir y con cuyos episodios soñábamos enriqueciendo nuestra imaginación, única arma contra la rutina. Y esto es porque a vivir no nos enseña nadie, ningún manual ni ninguna otra persona con otros medios y experiencia, nadie nos enseña más que una buena historia.

Aún recuerdo cómo empezaba aquel relato inconcluso que iniciamos a medias, como casi siempre, con un viaje inesperado bajo la sombra de la noche hacia la dirección sobre la que acostumbra a aparecer el sol entre viejas almenas de piedra, reluciendo sobre las losas de mármol apiladas en la fábrica de un camposanto.

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