La respuesta de Occidente

Durante el último mes y medio hemos asistido a un espectáculo mediático sin precedentes en torno a un conflicto bélico localizado en Europa y que sin embargo nos afecta a todos. Algunos lo han querido denominar la Tercera Guerra Mundial (Zelenski ha declarado sin tapujos que ya ha estallado), sin embargo no lo es, pues si lo fuera ya estaríamos todos muertos en palabras de Lavrov. Contra un holocausto nuclear no hay búnker lo suficientemente hondo para que la vida siga su curso. En efecto, tal escenario es “imposible” de concebir, como afirma el Kremlin, al menos si se quiere seguir vendiendo gas a clientes probadamente solventes como son los europeos. Las tensiones son evidentes, así como los errores militares aun sin la presencia de la prensa, vetada en el territorio atacado, y parece ser que se está buscando una salida más o menos pacífica a un intento fallido de invasión a un país radioactivo donde se gestó el mayor desastre medioambiental de la historia, el cual exprimió la sufrida economía de la URSS hasta conseguir hacerla desaparecer.

La mayoría de países del mundo desarrollado, alentados por Estados Unidos, no han dudado en tildar a Putin de máximo responsable de una guerra moderna que hasta hace pocos meses parecía inconcebible para las masas; en España incluso lo acusan de haber subido los precios de la cesta de la compra cotidiana. Por supuesto, Putin es un bully, un matón con rasgos narcisistas al que la pandemia parece haber causado más efecto que al común de los mortales por motivos que desconocemos. Pero a pesar de todo es un matón al que hay que escuchar y tomar en serio, ya que tiene el control de seis mil ojivas nucleares declaradas.

Lo más curioso e inquietante es ese aislamiento internacional con el que se ha condenado a Rusia. Empresas de todo el mundo han cerrado sus locales o bloqueado cualquier tipo de transacción al país para secar de nuevo su maltrecha economía mientras desde la OTAN se ha dejado claro que las bombas rusas no pueden salpicar un milímetro de tierra aliada. La rusofobia se instala en todos los ámbitos, castigando a un pueblo que no tiene libertad de expresión en su propio e inmenso país, un lugar donde nadie, ni siquiera ministros o jefes de estado mayor se atreven a llevarle la contraria al dictador aunque su ignorancia en ciertos ámbitos sea más que obvia.

Nuestro espíritu democrático occidental empieza a parecerse cada vez más a una autocracia encubierta, donde todos están políticamente representados, pero solo cinco superpotencias cuya misma existencia se ha forjado históricamente a base de imposición, esclavitud y sangre tienen poder de veto. Países que han asesinado a sus propios conciudadanos nos dan a diario lecciones sobre cómo ser más democráticos y sobre quién es amigo o enemigo. Este es el modelo mundial que nos gobierna sin que lo hayamos elegido y el que decide qué rumbo seguir, a quién aislar y con quién asociarse.

La Verdad

De pequeño me enseñaron a volver siempre a casa antes de que se hiciera de noche, a irme a la cama temprano, tras haber hecho mis deberes a tiempo y no haber tratado con desconocidos, sin embargo la vida adulta me ha exigido que haga justo lo contrario, a buscar un orden en el llamativo desorden que supone entregarse al mundo tal y como es, no como debería ser según un criterio y orden preestablecidos por una autoridad moral. La noche tiene mucho que enseñarnos, tarde o temprano, pues es de noche cuando se trastocan precipitadamente los proyectos que se planean durante días, semanas e incluso meses. Entrar en la noche más oscura a mis veinte años fue todo un descubrimiento que me hizo entender el lado sórdido de la vida, el que se oculta tras las convenciones y normas sociales, la a menudo decepcionante autenticidad que se esconde bajo el maquillaje de lo actual e inmediato.

También me enseñaron a decir la verdad, por muy incómodo que resulte y por muchos enemigos que a uno le granjee. La verdad suele sorprender a quien la escucha, que alguien recuerde en voz alta el hecho que se sabe, que se asume pero no se reconoce ni siquiera en la intimidad con uno mismo salvo raras excepciones. La verdad no ayuda a crear amistades en este mundo falso de apariencia y fatuas vanidades, de ambiciones vanas y temporales, si acaso nos indica certeramente cuáles son los amigos de verdad, que apenas se suelen contar con los dedos de una mano, si tenemos suerte. La verdad no suele atraer dinero, salvo cuando el daño está ya hecho y hay que repararlo a toda costa. No es en absoluto el camino fácil, pero es el único camino correcto que hace a uno estar bien con uno mismo, lo cual a menudo es mucho más importante que tener a los demás de su lado fingiendo aceptar una mentira común que atenta contra los propios principios. Muchas veces se ha asociado la verdad con el dogma, cuando en realidad la verdad no entiende de dogmas ni de lealtades inquebrantables a ideas fijas, al contrario, también supone ser auténtico y fiel a la verdad el cambiar de dirección si se cae en la cuenta de haber escogido un camino incorrecto durante algún tiempo.

Desigualdad y Poder

Hace exactamente dos años me embarqué en la aventura de reunir todos mis escritos, acumulados a lo largo de una vida, en un blog público, y utilizar tal herramienta para seguir escribiendo. No era el primer intento, pero hasta entonces no había encontrado en mí la paz y serenidad necesarias para poder arrojar mis palabras a la estratosfera digital, ante todos los ojos posibles. No digo por ello que esto me haya hecho ser más audaz, inteligente o maduro que antes, quizá todo lo contrario, pero es una necesidad más imperiosa que el propio sentido común.

Cuando publiqué mi primera entrada en este espacio, describiendo la situación vivida en plena pandemia, me encontraba nervioso como todo el mundo ante la perspectiva de verme encerrado en casa por obligación, bajo una dictadura política con pretextos sanitarios que poco a poco hemos ido venciendo. Ahora se avecina otro gran peligro, algo inimaginable en los últimos treinta años: el despertar de antiguos poderes que habían dormitado en silos bajo tierra durante décadas sin perder por ello en un ápice su fuerza. Durante varios días he preferido escuchar y leer las noticias sin pronunciarme al respecto, pero ya no puedo seguir callado ante la indignación que me supone oír a personas que no me han presentado decidir públicamente sobre el destino de la humanidad o incluso amenazarlo sin miramientos.

Los de mi generación somos hijos crecidos entre crisis económicas, guiados por ideas obsoletas y mal aconsejados por personas que no cuentan con la misma experiencia vital, pero en cambio no habíamos vivido hasta ahora un preludio similar al del siglo pasado que ahora se está acelerando. Existe, en efecto, un paralelismo atroz entre estos años y los que iniciaron el siglo anterior al nuevo milenio, acrecentado por los innumerables peligros que ha traído el progreso humano, que ha perdido su razón de ser y se ha puesto únicamente al servicio de los poderosos, con todas las consecuencias que ello implica.  

En momentos como este valoramos lo que es tener un Ejército y la siempre discutida palabra Defensa, aunque haya todavía voces que piensan que protegerse es provocar. No se trata de un capricho cuando el vecino tiene más capacidad que tú. A veces el mundo te obliga a seguir la corriente para sobrevivir y que no te trague la tierra antes de tiempo.

Creo que nuestra sociedad occidental, próspera e insatisfecha, padece de dos males sobre todo, derivados por supuesto del egoísmo, que son la desigualdad, acrecentada por las crisis y el teatro que hay detrás de la cualificación, caldo de cultivo de las envidias y comparaciones, generadoras de conflictos, y por último, pero no menos importante, la indiferencia ante el sufrimiento ajeno. Nos da igual todo con tal de que no nos pase a nosotros. Y esta es la clave para nuestra redención, si algún día caemos en la cuenta de lo que estamos haciendo y de lo que nos conviene cambiar para el futuro, si es que queremos tenerlo.