Abril

Se habla mucho de libertad en estos tiempos, una justificacion para dignificar todos nuestros actos, aunque raramente son imparciales. Para que se pueda hablar realmente de libertad tiene que coexistir con la verdad, nadie puede ser libre dentro de una mentira, ya que al descubrirla, tarde o temprano, si su conciencia es sana, se sentirá confuso y engañado en todo lo vivido hasta entonces. La libertad de expresión supone enfrentarnos a toda clase de mentiras y tergiversaciones al alcance de cualquier mano y capaces de reproducirse bajo el criterio de una masa poco crítica como es el grueso de la sociedad actual. He convivido con personas que se creían cualquier noticia y por tanto cualquier consiguiente bulo, sin contrastar fuentes. Quizá por ello sea tan difícil rentabilizar cualquier texto que invite a pensar; tras la muerte de la literatura y del cine de autor, el público actual solo quiere imágenes. Un meme tiene más fuerza que un tuit. Las ideas valen infinitamente menos que su realización para el gran público a pesar de que todo producto final procede de una idea original, incluso aquella que evoluciona de otra. El consumismo logró conducir nuestros impulsos a través de continuas sucesiones de imágenes, muchas de ellas descartables pero aún así recurrentes, hasta amoldarse en nuestras mentes. Cabe preguntarse (aunque nadie lo hace) si nuestro modo de pensar y actuar, de tratar a las personas, sería igual si no viviéramos inmersos en un sistema capitalista. De hecho el bombardeo publicitario nos impide pensar en otra cosa que no sea en satisfacer las apetencias que nos arrojan en nuestro subconsciente supuestamente en aras de alcanzar la supuesta plenitud de nuestro yo. Pero de lo que no somos conscientes es de que esto nos hace cada día más manipulables y débiles.

Por tanto es imposible que un amigo verdadero o cónyuge como tal nos mienta, a no ser que sea una relación con fecha de caducidad. No se puede confiar en un mentiroso. Es entonces cuando nos rondará en la cabeza la gran cuestión. ¿Es mentir guardar secretos? ¿Supone guardarse algo en la mente un elemento peligroso para nuestro vínculo con alguien? Esta duda merece especial consideración.

Por los que no estaban, pero estuvieron

Anoche vi a mi equipo de toda la vida levantar por tercera vez en su historia el trofeo entregado por el Rey de España, figura que desde casi siempre ha acompañado a su nombre. Durante horas volví a soñar y a sonreír, tras muchos años de largas frustraciones y exiguas esperanzas en que algo salga como uno quiere. Y tras ver a tanta gente de mi tierra, gente dichosa y sobreexcitada, acudiendo en tropel a vislumbrar por las calles de Sevilla a simples jugadores de fútbol —bastantes de los cuales dudo que sepan siquiera de qué va la película teniendo en cuenta que no llevan treinta años viviendo en esta ciudad como es mi caso—, me acordé por fugaces momentos de lo que es compartir una alegría inesperada con alguien y sentirse dichoso en medio de la multitud. Han pasado en efecto muchos años, casi dos décadas desde la primera vez que sentí algo semejante, lo cual hace que sienta incluso mejor y más intenso.

Fue entonces cuando decidí sin saberlo aunar mi reflexión de hoy con otra que llevaba tiempo desarrollando en algún recoveco de mi mente, de otros tiempos, el resto de años en los que no vivía en Sevilla pero la portaba dentro del corazón muy a mi pesar, tiempos en los que ver al Betis jugar desde la distancia me sacaba una sonrisa entre muchas preocupaciones más reales que el fútbol, en los que enseñar una jugada a un compañero de pasillo británico de nuestro delantero insignia, y ver cómo él sabía reconocer la calidad de su recorte era ya un día ganado para mí. Pensaba en esas personas que pasaban a diario por mi vida fugaces, aquellas que no estaban ni jamás estarían, pero que aun así me acompañaron algunas horas, personajes anónimos que apenas conocía y parecían desear mi amistad para siempre, obsequiándome con productos de sus tierras de origen. En esos días degusté café armenio poco antes de irme a dormir, tacos auténticos de México con chile enlatado en USA y un inmenso cuscús argelino cocinado en su correspondiente marmita. Todos aquellos que me ofrecían comida me preguntaban de qué equipo era y yo siempre respondía que del Betis, sin ser muy consciente de que en francés tienen una palabra que suena casi idéntica y que significa “tontería”. Y es en efecto una tontería, todo este planteamiento, casi todo lo que muchas veces vemos sobre el campo e incluso en las gradas, todo hay que decirlo: es una locura inmensa en medio de un mundo planificado y tecnificado, pero el Betis está por encima de todo eso, como dice el himno, más allá de la frontera, gana o pierde cuando no debe hacerlo, haciendo de la improvisación su arte más excelso, del regate inconsecuente una proeza admirable sin recompensa en el marcador: el Real Betis es una revolución verde y blanca en una ciudad monumental, magnífica y también mediocre, capital de la tierra del Balompié.

Terra Incognita

Sobre la figura de Cristóbal Colón, fuertemente vinculado a mi ciudad natal por ser en ella donde habitó algunos años de su vida oculta, anidan las medias verdades, las invenciones e incluso a veces el mito del navegante aventajado y omnisciente, tal como un Ulises de la Edad Moderna. Entre las muchas frases atribuidas sin certeza al Almirante, hay una que siempre me ha llamado mucho la atención. Viene a decir algo así como que al principio del viaje siempre hay esperanza, todo es alcanzable, todo es posible. El preludio da rienda suelta a la imaginación y al ensoñamiento frente al mar, ese páramo que hemos de atravesar en su totalidad. Luego llegamos al destino y nos acostumbramos a habitar en él, a colonizarlo hasta convertirlo en algo sin originalidad, hasta hacerle perder lo que lo hacía especial. Una vez alcanzado el objetivo, nuestra razón de ser se difumina y necesitamos otra nueva meta, otro terreno que cultivar, otro océano que surcar. Siempre precisamos de una nueva motivación para avanzar en nuestra penosa y a la vez ilusionante existencia.

Pienso que el ansia de conocimiento es nuestra mayor ilusión; un hombre que se precie, en el fondo de su corazón, lo que ansía es llegar a conocer más, averiguar y entender todo aquello que se le presenta como fuera de su alcance, bien por habérsele negado o porque estaba demasiado lejos para el estándar de su época, algo así como el regocijo infantil al enterarse de un cotilleo o un bombazo informativo, pero, una vez lo consigue, esa dicha se disuelve tras olvidar la excitación del momento, quizá suponiendo el precio que hemos de pagar por el esfuerzo recorrido y el desgaste emocional y físico (cerebral) que ello conlleva. Quizá por ello hay dos posibles conductas frente a lo desconocido, alternativas a contemplarlo con asombro: ignorar que existe y es único, y que vale la pena estudiarlo, algo propio de los mediocres, o quedarse en la superficie por miedo a sondar los abismos y perder el interés por ellos tras haberlos cartografiado por entero. En mi caso, me inclino más por la última opción, por eso aprendo despacio, saboreando sin presión cada etapa por miedo a aburrirme. Es en el camino, en el proceso, donde está lo interesante.