Por los que no estaban, pero estuvieron

Anoche vi a mi equipo de toda la vida levantar por tercera vez en su historia el trofeo entregado por el Rey de España, figura que desde casi siempre ha acompañado a su nombre. Durante horas volví a soñar y a sonreír, tras muchos años de largas frustraciones y exiguas esperanzas en que algo salga como uno quiere. Y tras ver a tanta gente de mi tierra, gente dichosa y sobreexcitada, acudiendo en tropel a vislumbrar por las calles de Sevilla a simples jugadores de fútbol —bastantes de los cuales dudo que sepan siquiera de qué va la película teniendo en cuenta que no llevan treinta años viviendo en esta ciudad como es mi caso—, me acordé por fugaces momentos de lo que es compartir una alegría inesperada con alguien y sentirse dichoso en medio de la multitud. Han pasado en efecto muchos años, casi dos décadas desde la primera vez que sentí algo semejante, lo cual hace que sienta incluso mejor y más intenso.

Fue entonces cuando decidí sin saberlo aunar mi reflexión de hoy con otra que llevaba tiempo desarrollando en algún recoveco de mi mente, de otros tiempos, el resto de años en los que no vivía en Sevilla pero la portaba dentro del corazón muy a mi pesar, tiempos en los que ver al Betis jugar desde la distancia me sacaba una sonrisa entre muchas preocupaciones más reales que el fútbol, en los que enseñar una jugada a un compañero de pasillo británico de nuestro delantero insignia, y ver cómo él sabía reconocer la calidad de su recorte era ya un día ganado para mí. Pensaba en esas personas que pasaban a diario por mi vida fugaces, aquellas que no estaban ni jamás estarían, pero que aun así me acompañaron algunas horas, personajes anónimos que apenas conocía y parecían desear mi amistad para siempre, obsequiándome con productos de sus tierras de origen. En esos días degusté café armenio poco antes de irme a dormir, tacos auténticos de México con chile enlatado en USA y un inmenso cuscús argelino cocinado en su correspondiente marmita. Todos aquellos que me ofrecían comida me preguntaban de qué equipo era y yo siempre respondía que del Betis, sin ser muy consciente de que en francés tienen una palabra que suena casi idéntica y que significa “tontería”. Y es en efecto una tontería, todo este planteamiento, casi todo lo que muchas veces vemos sobre el campo e incluso en las gradas, todo hay que decirlo: es una locura inmensa en medio de un mundo planificado y tecnificado, pero el Betis está por encima de todo eso, como dice el himno, más allá de la frontera, gana o pierde cuando no debe hacerlo, haciendo de la improvisación su arte más excelso, del regate inconsecuente una proeza admirable sin recompensa en el marcador: el Real Betis es una revolución verde y blanca en una ciudad monumental, magnífica y también mediocre, capital de la tierra del Balompié.