Refugio es como se suele llamar aquel lugar escogido donde uno se siente momentáneamente a salvo y recupera fuerzas para enfrentarse al presente, pero siempre con vistas al futuro, un futuro que parece más próximo que nunca mientras estemos allí. Para muchas personas, refugio es sinónimo de rodearse de personas cercanas en beneficio propio, pero quienes conocemos bien a los seres humanos nunca pondríamos toda nuestra esperanza en uno solo de nuestros semejantes. Sin embargo mi refugio no es un único lugar, aunque bien me gustaría que así fuera, sino una región entera, inmersa entre dos antiguos reinos, sobre la cual relucen a lo lejos pantanos entre sembrados, arboledas y dehesas. Por toda ella hay bosques, ríos, cuevas y, por supuesto, montañas. Hay balaustradas de color blanco reflejadas contra el atardecer serrano y gente alegre de piel morena con acento que sonríe ante las adversidades sin cambiar su carácter.
Es un breve aroma a flora sobre un suelo limpio de barro; es un caserío olvidado de piedra en lo más alto de los llanos. Es un antiguo campamento de niños abandonado hace años sin motivo aparente. En el centro del fuego hay un tótem de madera: un canto del hombre a los poderes superiores y eternos de la naturaleza, la aceptación de que nuestro control sobre ella será siempre parcial y temporal, al igual que lo es con la vida y con todo lo que nos importa, por mucho control que queramos ejercer sobre ello. Es aroma a sol y frescor de fuente de agua cristalina corriendo bajo adelfas. Es salitre y arena negra entre los dedos de los pies, es el rumor del mar por la noche. Es también un piso antiguo y desvencijado, lleno de recuerdos, con vistas al monte coronado y a una antigua gruta inhabitada.