Decía Nietzsche —autor cuyas palabras siempre me la han soplado sobremanera— que la vida sin música sería algo así como un error, no tendría sentido. La música nos guía, nos da alas para atravesar la tormenta, para cruzar la noche sin perdernos, para encontrar el camino oculto en la oscuridad. Desde pequeños nos fascina el poder de la música y al crecer lo vamos olvidando, sabiendo que hay cosas más serias de las que ocuparse para casi todos nosotros, salvo para raras y excepcionales personas que han dedicado sus vidas a tratar de recordárnoslo a través del estudio avanzado del sonido.
Mucho le debo a Hans Zimmer y a otros tantos incontables músicos dedicados a las bandas sonoras para el cine. Podría decir que escribo al ritmo marcado por ellos: en muchas ocasiones son sus notas las que me han dictado las palabras adecuadas, como el ángel que inspiraba a los evangelistas susurrando en sus oídos con trompeta de plata. Arpegios y armonías suelen inundar los rincones de mi estudio, cerrado a cal y canto, pasadas ya varias horas de madrugada. La música prisionera en la habitación me acompaña y agudiza mis sentidos mientras el resto del mundo duerme.