Instinto e hipocresía

Todos nacemos siendo egoístas, nadie se libra. Los bebés piensan exclusivamente en sus instintos más básicos y cada vez que los ven saciados confirman la utilidad de su llanto. Es un hecho conocido que en torno a los dos años de edad desarrollamos conciencia de nuestro ser y de lo importantes que somos para nosotros mismos, hecho que nos acompañará desde entonces hasta el final de nuestra vida. Al fin y al cabo, la vida es nuestra y nosotros hemos de hacer lo mejor para conservarla y optimizarla, implicando con ello acciones puramente egoístas para garantizar nuestra supervivencia en un mundo altamente competitivo, por muchas normas sociales que se inventen para tratar de paliarlo. Debido a ello, podemos justificar una razón de ser para el egoísmo, más aún para su profundización conforme pasan los años, ya que nuestras necesidades son cada vez más patentes y la posible ayuda exterior mengua con la edad.

Con el paso del tiempo, aprendemos a camuflar el egoísmo con diversas tretas. Una de ellas es la obsesiva pertenencia a un grupo o comunidad, ya que volcaremos toda nuestra escasa voluntad de ayudar en dicha entidad ignorando a todo el mundo ajeno a ella, algo muy típico en España y Andalucía en general. Dicho comportamiento mafioso explica hasta nuestros días por qué las personas mejor preparadas son dejadas de lado y se ensalza únicamente a los oportunistas o afortunados que han heredado un apellido o posición por nacimiento, sean aptos o no para ello, siéndoles otorgado el derecho de opinar sobre la mala fortuna del resto. Otra opción es dar las espaldas al mundo y dedicarse solo a sí mismo y a la persecución de todo aquello que nos da placer, para muchos culmen del egoísmo, pero solo es una forma consecuente de vivir en un mundo egoísta, quizá la más lógica. Lo único que está claro es que pensar en los demás sin esperar nada a cambio es ya una utopía. El ser humano aprende por repetición, lo que recibe sin merecerlo se convierte en un tributo periódico cuya omisión se transforma en afrenta y reclamación; la escasez, en cambio, aviva el ingenio y la persecución de una justicia verdadera universal. Los abuelos de hoy son los niños mimados del ayer, herederos del esfuerzo de padres que trabajaron duro sin tantas concesiones. Los nietos del mañana, esperemos, quizá se conviertan en salvadores.