Siempre me llamó mucho la atención esa extraña ansia de compartimentación que tiene la sociedad desde tiempos inmemoriales. Tras muchos años pensando en este dilema, puedo concluir que no consiste en otra cosa que un reducto de nuestro afán por clasificar cosas, por ordenar todo a nuestro antojo, hábito que hemos también aplicado al ser humano. Elegimos qué tipo de humanos queremos que nos rodee y qué clase o género de personas queremos tener bien lejos de nuestro círculo, siempre bajo criterios personales y por tanto espontáneos. Por ello desechamos en muchas ocasiones a aquellas personas que se parecen demasiado a nosotros, sin dar merecidas explicaciones, tal vez porque nos recuerdan todas aquellas cosas que no nos gustan de nosotros mismos. Al mismo tiempo, al excluir a ciertos individuos, les obligamos a buscar acogida en los círculos marginados, creando así guetos de personas que no comprenden por qué son rechazados, y que tratan de juntarse entre sí con mayor o menor éxito, pero siempre a la fuerza y no por elección propia, lo cual ya puede dejar entrever el resultado futuro y por qué suelen salir en las noticias más dantescas que nos ofrecen los telediarios más sesgados.
Una institución particularmente compleja a la vez que humana es el club. Una especie de país en miniatura, con distintos servicios insulsos y una clara y rígida jerarquía que impone reglas que se acatan a regañadientes para poder pertenecer a la estructura que pone en contacto a familias, muchas veces bastante arruinadas, pero con apellidos que aún conservan ecos de grandeza. En esos sitios ya en extinción, normalmente no te dejarán entrar y, si alguna vez lo hacen, será porque ya no les interesa aquel lugar y aspiran a entrar en otro mayor o bien porque los socios ya no pagan.