La Nochevieja nunca fue una tradición importante en mi casa, como cualquier otra fiesta pagana. Para mí no tiene mucho sentido tratar de encontrarle importancia a cambiar de mes como hacen las influencers, ni tampoco de hoja de calendario: diría incluso que es otro indicio de la mecanización sistemática a la que llevamos décadas sometidos, como si aspiráramos a resetear nuestro cerebro y terminar con las tendencias seguidas hasta ahora en todos los ámbitos antes de aceptar que todo será a partir de ahora más caro y más difícil.
En lugar de festejar comiendo uvas y bebiendo champán (bebida por cierto siempre inalcanzable para nuestros bolsillos), veíamos una de esas películas antiguas que narraban alguna batalla en la vieja Europa de una de las dos grandes guerras; largometrajes que aun siendo en color parecían de la época del cine mudo por su discutible puesta en escena, pero sorprendentemente tenían su interés. Además contaban con la ventaja de contar con poco diálogo y por ello resultar perfectamente compatibles con el estruendo de petardos y luces que inunda los cielos la primera hora de la madrugada de Año Nuevo, dando inicio a esa fiesta que acaba en redadas policiales, cotillones desmedidos incluso en los lugares más respetables y una resaca del copón.
Esta noche será la primera de muchas en que me iré a dormir con la conciencia bien tranquila por escoger cuidar de una familia en progreso. Ya os veo mañana si es que quiero reírme un poco.