El pueblo de mi padre

No había llovido en todo el viaje y fue al poco de llegar al destino que las pesadas gotas atlánticas golpearon el polvo acumulado sobre mi viejo parabrisas. Llovía en todas partes: en los campos, en la carretera y sobre la montaña. Me acercaba a casa, era tarde y hacía frío. Volvía al pueblo, al pueblo de mi padre. Al tomar la última curva y ver de golpe todas las casas apelotonadas al pie de la montaña, impasibles bajo el frío y la lluvia, me dio un brinco el corazón. Aunque no había nacido en aquel lugar, apenas si vivió unos pocos días repartidos a lo largo de toda su vida, ni poseyó nunca casa alguna allí, era el pueblo de mi padre.

Tras pasar la rotonda de la entrada, mantuve el coche a treinta y circulé pesadamente por la única avenida, mirando bien en todas direcciones, impregnándome los ojos de la paleta de colores serranos. Olía a leña quemada, a madera vieja regada por el agua oscura del cielo y a carne de caza asada. Subí las cuestas de adoquines a duras penas, pegando acelerones, por fortuna sin encontrarme apenas a nadie. Todo el mundo hacía su vida ajeno a mi visita, ojalá fuera siempre así en todos lados.

Pasé entre los hostales y bares que mi padre solía frecuentar en su juventud, donde cortejó a aquella muchacha rubia que tan buenos hijos le diera, que tantos momentos felices le brindara. Una muchacha que tampoco era del pueblo, ni siquiera de la provincia, pero que se hizo del pueblo, al igual que él. Celebraron todas las fiestas con sus vecinos, comieron y bebieron del fruto de sus montes, se casaron en su iglesia, nos concibieron y hasta allí nos llevaron cada vez que pudieron.