En este país, tan dado a la queja al mismo tiempo que a la inacción, poco se habla de la figura del provocador, ese individuo que, consciente o no, produce un daño directo sobre los demás, forzando en la mayoría de los casos una respuesta negativa que nunca se hubiera dado de otro modo.
El provocador es aquella persona molesta, normalmente ineficiente en todos los aspectos en los que su víctima sobresale, pero sí capaz de ponerte de los nervios con solo abrir la boca y contarte con el más ridículo narcisismo lo estupendo que lo hace y vive todo, aunque a ti te importe un carajo. Su informe personalidad, que a veces roza la psicopatía, rezuma orgullo y mediocridad a partes iguales.
Muchos delitos menores, enfrentamientos callejeros y de barra de bar, insultos encubiertos y faltas de respeto inesperadas se producen de improviso tras una larga temporada callando y reprimiendo pensamientos negativos derivados de haber estado expuestos a provocaciones diarias por parte de personas que desgraciadamente a veces se encuentran en nuestro entorno. Nadie se enfada gratuitamente ni se molesta si no hay un paso previo a todo ello, a no ser que disfrutemos alevosamente con el caos.
Estoy seguro de que si desaparecieran los provocadores también lo harían todas las envidias y rencores, fuente inagotable de problemas autonómicos y nacionales, pero eso casi con toda seguridad no me tocará vivirlo. De modo que esto es lo que tenemos.