Había olvidado lo que era. La plaza, las puertas abiertas, el gentío ordenado. Rostros más jóvenes cada año. El cielo encapotado haciendo de pantalla que reflejara la luz de la luna para poder ver sin necesidad de farolas naranjas encendidas. El olor de las patatas fritas de bolsa de la espera y el dolor de espalda causado por permanecer quietos una hora en el mismo sitio para no perderlo. Vecinos legendarios, sorprendidos a pesar del paso del tiempo, se asomaban a sus balcones para contemplar aquella larga hilera de cirios silenciosos. Empezó a llover, encendieron de nuevo los cirios y apresuraron la marcha. Una saeta cruzó la noche en crescendo. Llegó la Virgen, sola, envuelta en sábanas de agua y se introdujo lentamente en el templo. Bendita lluvia, incienso maldito para los cofrades y tesoro de plata para los campos.