La segunda semana grande de mi ciudad huele a albero, a fritanga y a mierda de caballo. A niñateo vestido de chaqueta a juego con el color de la acera, caballistas posturales de asfalto y a hipocresía vestida de colores, niña, todo inundado de falsedad por doquier regada con rebujito adulterado. Muchos buscan ser convidados a llenarse el buche de entremeses una vez tras otra, aspirantes al carné de sevillano ejemplar, lo cual les anima a merodear de caseta en caseta, buscando quien les ceda sitio hasta la barra y el tablao, siempre de gorra, hasta la mañana siguiente. Y vuelta a empezar. Esta semana no tiene vergüenza ninguna, ni falta que hace.
Nadie se acuerda de los que no van, ni los tendrán en cuenta para el año siguiente: son los aburridos que no han reservado días, dinero o ganas para participar de la algarabía general. Estamos a escasos centímetros de una posiblemente última gran guerra mundial y lo celebramos con guasa bailando sevillanas tuneadas con reguetón. Todo el mundo se deja llevar por la ociosa costumbre de reírse de todo lo no directamente relacionado con su comarca, aunque terminada la semana sea más serio.
El bronco rumor de la feria llega hasta los pocos montes que protegen Sevilla del exterior. Caen drones entre las estrellas. Un niño nacerá una noche, ya cada vez más próxima, ajeno a toda esa tontería que no le importa.