Que el narcisismo está de moda en España no es nuevo. Hoy día el éxito se considera en parámetros populares dentro de una línea difusa entre disponer de medios económicos algo por encima de la media; tener suficiente tiempo libre para poder disfrutar de ellos y el control de uno o varios grupos de personas que sigan nuestra estela y retroalimenten nuestra vanidad. La juventud ha adoptado el modo de vida influencer: se centran mucho en las apariencias (el físico tiene que ser agradable de ver, mejor si quitamos ropa y contratamos a un fotógrafo que saque a relucir nuestras escasas virtudes que no son desde siempre, sino fruto de algunos días sueltos de gimnasio); en el contenido (vacío pero bien estructurado, como una película de J.J. Abrams), y la cantidad de seguidores que es lo único que le importa a los medios de comunicación, ya que se han sumado a la tontería integral, seguramente por el hecho de que ya no contratan a periodistas sino a becarios, igual que ya todos los funcionarios de nueva hornada son interinos, los médicos eternos residentes o cubriendo bajas una detrás de otra, y un largo etcétera de intentos frustrados de profesionales.
No tiene mucho sentido tratar de crear relaciones duraderas con narcisistas y gente estúpida porque eso sólo puede traer malas consecuencias: a saber, aceptar los defectos de los demás, asumirlos como propios y sumarse a la panda de los incompetentes yendo a la caza del que va por libre, o bien sufrir constantemente por no vernos reconocidos entre toda esa mediocridad y sintiéndonos apartados del grupo al que forzosamente nos vemos socialmente obligados a acercarnos.
Mejor es filtrar y quedarnos con pocas personas a las que tratar directamente que no nos supongan carga mental y que nos den alegría y un hogar por el que pelear, o al menos algo que se le parezca. Allá donde te cuiden y te juzguen lo menos posible, sobre todo económicamente hablando, allí es.