Nunca me ha gustado levantarme temprano, diría incluso que es algo completamente antinatural. Levantarse antes de que salga el sol y empezar a hacer cosas sin ton ni son, cumpliendo un horario impuesto que pone a prueba nuestros límites biológicos cada día.
Sales —con algo de suerte motorizado— a la calle, fría como un témpano de hielo, sorteando faros y algunos valientes en bicicleta o patinete eléctrico, dejándose la pobre piel cada día sobre el asfalto gélido, mientras otros duermen a pierna suelta hasta que les place, ganando años de vida a costa de los nuevos esclavos modernos.
Aquellos son los verdaderos héroes: la gente de a pie, el pueblo en la calle. No quienes los gestionan y aun menos quienes siendo iguales a ellos se consideran superiores por vivir en otro barrio, tener una casa más grande habiéndose endeudado más o simplemente no trabajar para tener lo mismo. Y sobreviviremos a los malos gestores y sobre todo a los idiotas que forman parte de la plebe sin considerarse como tal. Ya lo dijo Richard Ford: «el pueblo español es muy superior a sus dirigentes y clases altas». Quizá porque las clases altas a menudo vinieron de fuera y aunque se han mimetizado con la población siempre han defendido y resaltado hasta el tedio popular sus apellidos foráneos de aborrecibles consonantes y preposiciones. Pero no son sino los desechos, los exiliados de familias de afuera y allende, privados desde hace tiempo de todo resto de linaje o antiguo señorío.