Stultorum Infinitum est numerus

«El número de los idiotas es infinito» según reza en algún sitio la Biblia, el primer libro impreso y sin duda el más importante de la historia de la humanidad, mal que le pese a algún inculto. No puedo estar más de acuerdo con esta rotunda afirmación aunque la traducción sea libre (para mí la palabra «tonto» no tiene la misma fuerza que «idiota», por eso la he tomado prestada), y aunque sin duda puedo estar incluido en ese grupo mayoritario de personas que a veces creen tener la razón absoluta cegadas por su inocente orgullo y escasa visión periférica (qué limitados somos), sí soy capaz de distinguir la paja en el ojo ajeno a través de la viga de luz reflejada directamente en mi iris.

Lo que más me ha fascinado siempre de la estupidez, característica que he ido estudiando a lo largo de los años, es que es muy contagiosa, transmitiéndose mayoritariamente entre las personas que conforman una comunidad cualquiera, sea cual sea la excusa para comenzar su constitución: familia, vecindario, parroquia, colegio, mercado, autoescuela… No importa mucho el origen, solo el fin, que no es otro que el de sentirse acompañado por personas, aunque no tengan nada o muy poco en común con uno mismo. Siempre se trata de la misma historia. Por eso he visto a tantos (y sobre todo a tantas) intentando encajar y cambiar su personalidad individual por la común que les insiste en adoptar el grupo, renunciando a perseguir sus propios fines.

Cada vez que veo a uno de estos errores vitales, mi repugnancia es tal que me anima a continuar mi propio camino con más brío. Nada humano me es ajeno ya a estas alturas, puedo entender las circunstancias y situaciones de cada uno, pero al final las elecciones son siempre nuestras. Y eso es lo único importante.