Desde la puerta abierta de par en par tras aquel cortijo bendito, perdido en medio de los campos, veía el horizonte: marismas, campiña infinita, al fondo sierra y algo más allá el sempiterno mar. Todo cuanto ansiaba estaba a mi alcance inmediato: me cabía en la palma de la mano. El alcohol y la euforia de aquella fiesta, largamente esperada y temida a partes iguales, encendieron mi ánimo y, por unas horas, bailando, comiendo y riendo, me sentí del todo inmortal, hasta que me sorprendió el rumor de la noche y de su eterno misterio sobre el mundo.
Prólogo
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