Nombre hecho carne

Es un misterio, un misterio espléndido. Que por una vez las palabras se hagan realidad, los nombres pasados se hagan huesos y los verbos presentes, músculos en movimiento. Pero dentro del todo está ese niño viajero que conduce ese maravilloso cuerpo a través de la noche del tiempo. Aún no sé mucho de esos viajes por el cosmos que hacéis hasta llegar a una familia, la que os toca, a veces mejor, a veces peor, pero que siempre será la vuestra. Esos padres que harán todo lo que puedan aunque a veces no sepan hacerlo, esos hermanos con quienes os sentiréis acompañados al principio, junto a quienes creceréis pugnando por las migajas que caen de la mesa, y que al final acabaréis queriendo aunque no siempre podáis veros. Esos tíos tuyos que a veces se reúnen y el resto del año puede parecer que no existen, porque están en otras cosas, más o menos importantes, pero que alguna que otra vez te sorprenden y normalmente para bien.

Esos abuelos que os querrán desde ahora durante todo el resto de su vida, hasta en su lecho de muerte, que bajo secreto de confesión te aprietan la mano y te dicen que no olvidan lo que has hecho por ellos, aunque tú sabes que no fue suficiente, que nunca podrá serlo. Y esperas en el fondo de tu corazón llegar a ser para alguien, para un niño que aún no conoces, parte al menos de lo que tus abuelos fueron para ti, aunque no te lo creas. Quiérelos mucho porque duran poco, y al partir se llevan toda tu alegría con ellos. Después, nada volverá a ser lo mismo.

Marcos, disfruta del camino que andas de la mano de quienes ya lo han recorrido. Camina junto a tus hermanos y no los dejes nunca. Cuando yo no esté a tu lado sujetando tu mano, ellos sí estarán.

Marcos

La fiesta de la vanagloria

La segunda semana grande de mi ciudad huele a albero, a fritanga y a mierda de caballo. A niñateo vestido de chaqueta a juego con el color de la acera, caballistas posturales de asfalto y a hipocresía vestida de colores, niña, todo inundado de falsedad por doquier regada con rebujito adulterado. Muchos buscan ser convidados a llenarse el buche de entremeses una vez tras otra, aspirantes al carné de sevillano ejemplar, lo cual les anima a merodear de caseta en caseta, buscando quien les ceda sitio hasta la barra y el tablao, siempre de gorra, hasta la mañana siguiente. Y vuelta a empezar. Esta semana no tiene vergüenza ninguna, ni falta que hace.

Nadie se acuerda de los que no van, ni los tendrán en cuenta para el año siguiente: son los aburridos que no han reservado días, dinero o ganas para participar de la algarabía general. Estamos a escasos centímetros de una posiblemente última gran guerra mundial y lo celebramos con guasa bailando sevillanas tuneadas con reguetón. Todo el mundo se deja llevar por la ociosa costumbre de reírse de todo lo no directamente relacionado con su comarca, aunque terminada la semana sea más serio.

El bronco rumor de la feria llega hasta los pocos montes que protegen Sevilla del exterior. Caen drones entre las estrellas. Un niño nacerá una noche, ya cada vez más próxima, ajeno a toda esa tontería que no le importa.

San Lorenzo

Había olvidado lo que era. La plaza, las puertas abiertas, el gentío ordenado. Rostros más jóvenes cada año. El cielo encapotado haciendo de pantalla que reflejara la luz de la luna para poder ver sin necesidad de farolas naranjas encendidas. El olor de las patatas fritas de bolsa de la espera y el dolor de espalda causado por permanecer quietos una hora en el mismo sitio para no perderlo. Vecinos legendarios, sorprendidos a pesar del paso del tiempo, se asomaban a sus balcones para contemplar aquella larga hilera de cirios silenciosos. Empezó a llover, encendieron de nuevo los cirios y apresuraron la marcha. Una saeta cruzó la noche en crescendo. Llegó la Virgen, sola, envuelta en sábanas de agua y se introdujo lentamente en el templo. Bendita lluvia, incienso maldito para los cofrades y tesoro de plata para los campos.

Orgullo y mediocridad

En este país, tan dado a la queja al mismo tiempo que a la inacción, poco se habla de la figura del provocador, ese individuo que, consciente o no, produce un daño directo sobre los demás, forzando en la mayoría de los casos una respuesta negativa que nunca se hubiera dado de otro modo.

El provocador es aquella persona molesta, normalmente ineficiente en todos los aspectos en los que su víctima sobresale, pero sí capaz de ponerte de los nervios con solo abrir la boca y contarte con el más ridículo narcisismo lo estupendo que lo hace y vive todo, aunque a ti te importe un carajo. Su informe personalidad, que a veces roza la psicopatía, rezuma orgullo y mediocridad a partes iguales.

Muchos delitos menores, enfrentamientos callejeros y de barra de bar, insultos encubiertos y faltas de respeto inesperadas se producen de improviso tras una larga temporada callando y reprimiendo pensamientos negativos derivados de haber estado expuestos a provocaciones diarias por parte de personas que desgraciadamente a veces se encuentran en nuestro entorno. Nadie se enfada gratuitamente ni se molesta si no hay un paso previo a todo ello, a no ser que disfrutemos alevosamente con el caos.

Estoy seguro de que si desaparecieran los provocadores también lo harían todas las envidias y rencores, fuente inagotable de problemas autonómicos y nacionales, pero eso casi con toda seguridad no me tocará vivirlo. De modo que esto es lo que tenemos.

El pueblo de mi padre

No había llovido en todo el viaje y fue al poco de llegar al destino que las pesadas gotas atlánticas golpearon el polvo acumulado sobre mi viejo parabrisas. Llovía en todas partes: en los campos, en la carretera y sobre la montaña. Me acercaba a casa, era tarde y hacía frío. Volvía al pueblo, al pueblo de mi padre. Al tomar la última curva y ver de golpe todas las casas apelotonadas al pie de la montaña, impasibles bajo el frío y la lluvia, me dio un brinco el corazón. Aunque no había nacido en aquel lugar, apenas si vivió unos pocos días repartidos a lo largo de toda su vida, ni poseyó nunca casa alguna allí, era el pueblo de mi padre.

Tras pasar la rotonda de la entrada, mantuve el coche a treinta y circulé pesadamente por la única avenida, mirando bien en todas direcciones, impregnándome los ojos de la paleta de colores serranos. Olía a leña quemada, a madera vieja regada por el agua oscura del cielo y a carne de caza asada. Subí las cuestas de adoquines a duras penas, pegando acelerones, por fortuna sin encontrarme apenas a nadie. Todo el mundo hacía su vida ajeno a mi visita, ojalá fuera siempre así en todos lados.

Pasé entre los hostales y bares que mi padre solía frecuentar en su juventud, donde cortejó a aquella muchacha rubia que tan buenos hijos le diera, que tantos momentos felices le brindara. Una muchacha que tampoco era del pueblo, ni siquiera de la provincia, pero que se hizo del pueblo, al igual que él. Celebraron todas las fiestas con sus vecinos, comieron y bebieron del fruto de sus montes, se casaron en su iglesia, nos concibieron y hasta allí nos llevaron cada vez que pudieron.

Antes y después

La Nochevieja nunca fue una tradición importante en mi casa, como cualquier otra fiesta pagana. Para mí no tiene mucho sentido tratar de encontrarle importancia a cambiar de mes como hacen las influencers, ni tampoco de hoja de calendario: diría incluso que es otro indicio de la mecanización sistemática a la que llevamos décadas sometidos, como si aspiráramos a resetear nuestro cerebro y terminar con las tendencias seguidas hasta ahora en todos los ámbitos antes de aceptar que todo será a partir de ahora más caro y más difícil.

En lugar de festejar comiendo uvas y bebiendo champán (bebida por cierto siempre inalcanzable para nuestros bolsillos), veíamos una de esas películas antiguas que narraban alguna batalla en la vieja Europa de una de las dos grandes guerras; largometrajes que aun siendo en color parecían de la época del cine mudo por su discutible puesta en escena, pero sorprendentemente tenían su interés. Además contaban con la ventaja de contar con poco diálogo y por ello resultar perfectamente compatibles con el estruendo de petardos y luces que inunda los cielos la primera hora de la madrugada de Año Nuevo, dando inicio a esa fiesta que acaba en redadas policiales, cotillones desmedidos incluso en los lugares más respetables y una resaca del copón.

Esta noche será la primera de muchas en que me iré a dormir con la conciencia bien tranquila por escoger cuidar de una familia en progreso. Ya os veo mañana si es que quiero reírme un poco.

Sol de diciembre

Cielo de azur en torno a la estrella errante.

Una bandada de vencejos roza mi alma.

Apenas un tren blanquirrojo cruza hoy.

Dos niños lo observan mientras crecen,

su madre vigilándolos desde la cocina.

Mientras, yo ansío partir en mi corcel rojo,

aparcado bajo el frío de la madrugada,

a buscar un postre digno de estas fiestas.

Querría arrancarlo y dirigirlo a la estepa,

subir a las colinas de mi niñez, a solas,

por un trozo de pasado que traer a mi mesa.

Que compartir con mi familia esta noche.

Partida

Caía la noche sobre el asfalto. Mis pasos me llevaban hacia el este, el origen de todo, bueno y malo. Quizá para el enemigo el mal fuésemos nosotros, pero nadie quiere asumir ser malo para nadie. Faltaban dos horas al menos para ver el alba desteñir el horizonte oscuro, imposible de distinguir tras la hilera de árboles apostados junto a la valla.

Pasó un tren silbando pesadamente, despacio para no despertar a los vecinos. El tren de la guerra, nuestro tren. Hacía frío. Nos pusimos en marcha. Nuestras botas portaron el rocío de la madrugada al interior polvoriento del vagón.

Hablamos poco, casi nada. Nos entrenaron para renunciar a todo cuanto amábamos, salvo por pequeñas bocanadas, y aquello nos hizo supuestamente fuertes e inmunes al dolor y al miedo a la pérdida, pero en cambio nos hizo perder identidad.

La sombra de Caín

No hay nada como caer para comprender quiénes te aman. Guarda contigo a aquellos que te consuelen y te protejan cuando hayas errado y guárdate de aquellos que te miren mal, pero sobre todo evita a los que te ignoren o guarden silencio ante una situación límite que estés atravesando, sea cual sea. Si no les importa, ellos no te deben importar en absoluto de ahora en adelante.

Vivimos en un país crispado a más no poder, tras sucesivas crisis y la amenaza de una pobreza sistémica que muchos se niegan a aceptar, creyendo en una providencia que nunca se muestra. Muchos viven engañados pensando en un presente que no existe y un futuro que jamás llegará, pero que les anima a seguir fingiendo ser algo que no son.

Muchos de ellos te llamarán perdedor, fracasado y, cuando finalmente caigas, se burlarán de tu caída. Pero en el fondo te están haciendo un favor, porque ya sabes que no puedes fiarte de ellos y si alguna vez lo hiciste te equivocaste. Levántate y, en respuesta, sigue pegando hostias con la mano abierta.

Continúa aunque haya perros que te ladren en el camino. Desprécialos. No los compadezcas.

Club

Siempre me llamó mucho la atención esa extraña ansia de compartimentación que tiene la sociedad desde tiempos inmemoriales. Tras muchos años pensando en este dilema, puedo concluir que no consiste en otra cosa que un reducto de nuestro afán por clasificar cosas, por ordenar todo a nuestro antojo, hábito que hemos también aplicado al ser humano. Elegimos qué tipo de humanos queremos que nos rodee y qué clase o género de personas queremos tener bien lejos de nuestro círculo, siempre bajo criterios personales y por tanto espontáneos. Por ello desechamos en muchas ocasiones a aquellas personas que se parecen demasiado a nosotros, sin dar merecidas explicaciones, tal vez porque nos recuerdan todas aquellas cosas que no nos gustan de nosotros mismos. Al mismo tiempo, al excluir a ciertos individuos, les obligamos a buscar acogida en los círculos marginados, creando así guetos de personas que no comprenden por qué son rechazados, y que tratan de juntarse entre sí con mayor o menor éxito, pero siempre a la fuerza y no por elección propia, lo cual ya puede dejar entrever el resultado futuro y por qué suelen salir en las noticias más dantescas que nos ofrecen los telediarios más sesgados.

Una institución particularmente compleja a la vez que humana es el club. Una especie de país en miniatura, con distintos servicios insulsos y una clara y rígida jerarquía que impone reglas que se acatan a regañadientes para poder pertenecer a la estructura que pone en contacto a familias, muchas veces bastante arruinadas, pero con apellidos que aún conservan ecos de grandeza. En esos sitios ya en extinción, normalmente no te dejarán entrar y, si alguna vez lo hacen, será porque ya no les interesa aquel lugar y aspiran a entrar en otro mayor o bien porque los socios ya no pagan.