Romper los límites

Hace falta, lo admito, un tanto de picaresca para enfrentarse al mundo actual y no acabar herido de muerte. Tomarse muy pocas cosas en serio suele ser un buen remedio para gestionar la frustración, pero no resulta suficiente. Todos necesitamos cumplir, al fin, con esa persecución vital de lograr una meta, un objetivo en la existencia, aunque dudo que se trate de algo interno nuestro, de un instinto tan animal como revolverse contra el hambre, el dolor y la muerte, sino más bien una idea introducida en nuestra mente por los mayores manipuladores de la educación capitalista, siempre al servicio del dinero y de la explotación humana.

Los límites, reglas y prohibiciones son únicamente inventos de un sistema que solo quiere obreros obedientes y sumisos en sus filas, algo que comienza a tornarse cada vez más sencillo de conseguir en un mundo globalizado. Siempre hay alguien en alguna parte dispuesto a perder su dignidad a cambio de unas monedas o algo de prestigio, aunque solo le sirva de algo en ámbitos muy determinados. Los títulos y cargos del mundo empresarial y académico valen actualmente más bien poco; suelen aumentar el salario en una proporción limitada sobre el punto de partida inicial y entrañar muchísima responsabilidad y deberes no gratificados además de convertirse en un pretexto, en realidad un soborno, para presionarnos a actuar de una manera forzada, incluso contraviniendo nuestro ser, lo más grave e inhumano de todo.

Ambos mundos, empresarial y académico, a la vez se parecen y se repelen, con la importante diferencia de que en el primero se gana poco dinero al principio y según vayan las cosas se ganará algo más, en mayor o menor proporción si se continúa allí, mientras que en el segundo no se gana ya apenas nada puesto que su discutible utilidad práctica hace ya décadas que entró en profundo declive, salvo la de instaurar normas que nos costará una vida romper, aunque esto sin duda nos liberará profundamente. Rompe los límites.

Instinto e hipocresía

Todos nacemos siendo egoístas, nadie se libra. Los bebés piensan exclusivamente en sus instintos más básicos y cada vez que los ven saciados confirman la utilidad de su llanto. Es un hecho conocido que en torno a los dos años de edad desarrollamos conciencia de nuestro ser y de lo importantes que somos para nosotros mismos, hecho que nos acompañará desde entonces hasta el final de nuestra vida. Al fin y al cabo, la vida es nuestra y nosotros hemos de hacer lo mejor para conservarla y optimizarla, implicando con ello acciones puramente egoístas para garantizar nuestra supervivencia en un mundo altamente competitivo, por muchas normas sociales que se inventen para tratar de paliarlo. Debido a ello, podemos justificar una razón de ser para el egoísmo, más aún para su profundización conforme pasan los años, ya que nuestras necesidades son cada vez más patentes y la posible ayuda exterior mengua con la edad.

Con el paso del tiempo, aprendemos a camuflar el egoísmo con diversas tretas. Una de ellas es la obsesiva pertenencia a un grupo o comunidad, ya que volcaremos toda nuestra escasa voluntad de ayudar en dicha entidad ignorando a todo el mundo ajeno a ella, algo muy típico en España y Andalucía en general. Dicho comportamiento mafioso explica hasta nuestros días por qué las personas mejor preparadas son dejadas de lado y se ensalza únicamente a los oportunistas o afortunados que han heredado un apellido o posición por nacimiento, sean aptos o no para ello, siéndoles otorgado el derecho de opinar sobre la mala fortuna del resto. Otra opción es dar las espaldas al mundo y dedicarse solo a sí mismo y a la persecución de todo aquello que nos da placer, para muchos culmen del egoísmo, pero solo es una forma consecuente de vivir en un mundo egoísta, quizá la más lógica. Lo único que está claro es que pensar en los demás sin esperar nada a cambio es ya una utopía. El ser humano aprende por repetición, lo que recibe sin merecerlo se convierte en un tributo periódico cuya omisión se transforma en afrenta y reclamación; la escasez, en cambio, aviva el ingenio y la persecución de una justicia verdadera universal. Los abuelos de hoy son los niños mimados del ayer, herederos del esfuerzo de padres que trabajaron duro sin tantas concesiones. Los nietos del mañana, esperemos, quizá se conviertan en salvadores.

Hogar

Un hogar es algo sólido. No hay discusión posible a ello. Hogar es aquella palabra que simboliza en nuestro torpe lenguaje aquel lugar donde nos sentimos a refugio de todo lo malo, una sensación tan infantil como poderosa. Se trata de algo distinto a una casa, aunque muchas veces podamos relacionarlo por nuestra necesidad de poner un ejemplo físico a lo que no logramos describir. Una casa siempre será una casa, aunque no siempre en ella vivan los mismos inquilinos; incluso estando vacía. Destruir una casa es algo complejo y no siempre vale la pena llevarlo a cabo.

Dividir a una familia no lo es tanto, de hecho resulta muy fácil hoy en día debido a los múltiples intereses que rondan por el mundo y que atacan a las personas en todos los ámbitos posibles. Desde antaño se ha idealizado a la familia como fuente de vida, de ejemplo y educación, pero dentro de ella y desde las organizaciones que dicen representarla ha habido muy poca autocrítica interna, como si todo lo que se enseña en casa fuera bueno y positivo para la sociedad. Las familias también son portadoras de problemas, rémoras y malos hábitos, puesto que están compuestas por personas de todo tipo que se defienden de todo lo externo aunque a veces estén podridas por dentro.

Y sin embargo, siempre volvemos al hogar, arrepentidos de haberlo dejado atrás y escarmentados de la maldad del mundo buscando un fuego junto a cual calentarnos las manos y pies helados.

A la tercera va la vencida

Siempre ha existido en la humanidad una tácita devoción hacia el número tres. Es una cifra sagrada, curva, simétrica y perfecta. La sabiduría popular ha sostenido que al tercer intento muchas veces salen las cosas que antes no lo hacían, quizá para motivarnos a no desfallecer tras los dos primeros fracasos.

Después de dos años repletos de cambios bruscos y definitivos, me preparo para ver una nueva vuelta al sol muy diferente a las anteriores, de un tres de color verde, más esperanzador que nunca. Apenas ha empezado este invierno que aún no termina de arrancar y ya veo llegar la próxima primavera. Seguro que este año depara alguna cosa nueva que aún desconocemos…

Llega tu momento

Sucede que una madrugada fría de otoño cambia la vida de tres personas al mismo tiempo, entre agujas amigas, sonrisas ajenas y contracciones de color verde, mientras el latido rojo va percutiendo el tocómetro. Somos partícipes de la guardia del viernes por la noche y recibimos el trato de ángeles vestidos de verde y celeste que nos ayudan en esta póstuma fase de traerte al mundo.

La larga espera de meses se hace carne, las ilusiones alargadas y desvanecidas retornan al corazón de un padre irritado y cansado pero no por ello ausente, aunque muchos lo piensen. Sigo vivo y alerta, igual que tu abuelo desde el Cielo, aunque quizá no con su característico humor. Tal vez sea porque a lo mejor me ha tocado ser ambas cosas para ti: padre y abuelo, y no doy abasto.

No te aburro más con mis reflexiones ya cercana la hora más larga de la noche, mientras ansío verte la cara y escucharte llorar por primera vez, privilegio que solo tu madre, yo y los afortunados citados a este turno tendremos hoy.

Llega tu momento, vívelo con ganas desde el primer día. Ya habrá tiempo de pelear.

Bienvenido a casa, Martín.

Los cuarteles que daban las espaldas al alba

Nací de buena mañana rodeado de ruinas, a mediados del mes de los muertos, cuando aún hacía frío en noviembre, bajo la pálida luz del sol de otoño naciendo tras las vías del tren. Siempre he sentido un estremecimiento a esa hora del día, recuerdo quizá de un tenso momento sufrido del que aún no me he recuperado del todo.

Esbozo parte de esos recuerdos cuando atravieso el camino del tren, las pocas veces que consigo levantarme temprano, observando desfilar las fachadas de ladrillos de los cuarteles abandonados, tapando los primeros rayos del sol naciente. Recuerdos de una vida de la cual es imposible acordarse, puesto que apenas sí la he vivido, pero sin embargo está ahí.

Aún me dice algo el sol que sube desde el este y le encuentro significado, igual que a todo el recorrido del tren, surcando la tierra entrecortadamente, entre el amanecer y el ocaso.

El valor de perder

Siempre he pensado que la derrota es más valiosa que la victoria; el amargo regusto de saber que somos polvo y al polvo retornaremos tiene mucho más que enseñarnos que los aplausos temporales de los necios. Las personas que alcanzan los mayores logros pueden contar una vida de previos fracasos, mayores y más numerosos que los del ser humano medio, pero de los cuales han aprendido a trazar un camino más seguro y firme que les ha conducido al éxito definitivo, por muy duro que fuese. Creo que quien no pierde es porque no lucha, porque alguien les ayuda constantemente a no tropezar, lo cual es inevitable cuando empezamos a andar solos. Por tanto, abrazar la derrota es uno de los mayores desafíos de nuestro tiempo.

Estudio

Decía Nietzsche —autor cuyas palabras siempre me la han soplado sobremanera— que la vida sin música sería algo así como un error, no tendría sentido. La música nos guía, nos da alas para atravesar la tormenta, para cruzar la noche sin perdernos, para encontrar el camino oculto en la oscuridad. Desde pequeños nos fascina el poder de la música y al crecer lo vamos olvidando, sabiendo que hay cosas más serias de las que ocuparse para casi todos nosotros, salvo para raras y excepcionales personas que han dedicado sus vidas a tratar de recordárnoslo a través del estudio avanzado del sonido.

Mucho le debo a Hans Zimmer y a otros tantos incontables músicos dedicados a las bandas sonoras para el cine. Podría decir que escribo al ritmo marcado por ellos: en muchas ocasiones son sus notas las que me han dictado las palabras adecuadas, como el ángel que inspiraba a los evangelistas susurrando en sus oídos con trompeta de plata. Arpegios y armonías suelen inundar los rincones de mi estudio, cerrado a cal y canto, pasadas ya varias horas de madrugada. La música prisionera en la habitación me acompaña y agudiza mis sentidos mientras el resto del mundo duerme.

Parafernalia

Vivimos tiempos convulsos, en los cuales hay que tener mucho cuidado con lo que se dice, ya no solo por no ofender a personas con otros modos de ser, creer, actuar y pensar, sino más bien por no perder todo el crédito de una supuesta mayoría que en realidad no es tal (la mayoría ni siente ni padece, solo quiere fiesta), lo cual supone un cierto temor para el ciudadano de pie por su posible impacto en su vida personal, ya que a no ser que seamos primogénitos de la realeza y tengamos nuestras finanzas a buen recaudo, todos somos vulnerables a la opinión popular, al venerable que tanto aplaude como sanciona. La libertad de expresión actual termina donde el prójimo menciona uno de los incuestionables dogmas oficiales aceptados por la sociedad, los mismos con los que los medios de comunicación, en manos de mercenarios y manipuladores, nos bombardean a diario a través de sus obedientes becarios. Ninguno de nosotros ha participado en esos consensos sociales donde se determinan cuáles son las normas de comportamiento aceptables o cuáles las formas de pensamiento tolerables, pero estamos obligados a seguirlas (incluso promocionarlas) para no hacer el ridículo ante la galería o para no ser objeto de la crítica que trabaja al servicio de los dictadores.

Antes solo escuchábamos a quienes contaban con el beneplácito de los medios, sin embargo ahora todo el mundo tiene un canal abierto mediante el cual expresar sus malas digestiones, a veces con mayor o menor puntería. No por ello contarán con la publicidad o el apoyo adecuados para hacerse virales, pero al menos todos tenemos la oportunidad gratuita de lanzar nuestras palabras al viento, lo cual es al mismo tiempo un privilegio y una responsabilidad no soportable para todos. Sin embargo, rara vez veremos nombre y apellidos reales en aquellos que se divierten desacreditando o directamente insultando opiniones firmadas y legítimas. En la parafernalia de la libertad anónima de Internet hay poco interés en la transparencia. Por eso quizá tengamos que tomarnos mucho (infinitamente) menos en serio las opiniones, la gente y, sobre todo, los medios.

Quemar las naves

Me he pasado media vida escribiendo en la soledad de una habitación, cambiante en capacidad y mobiliario según el país, lo cual me ha ayudado sin duda a pensar de una manera determinada y a ratos poco común, pero eso no tiene por qué resultar una ventaja competitiva, sobre todo en una sociedad que huye a toda costa del esfuerzo no remunerado. Pensar y escribir son trabajos arduos que pueden a la larga cambiar la vida de una o de muchas más personas, pero que siempre se conciben en soledad y sin más apoyos que el único objetivo de volcar las propias ideas en un soporte que ayude a conservarlas, ya sea papel, lienzo o la red.

Una vez se comienza este viaje, no hay vuelta atrás posible ni viable, hay que seguir adelante buscando ese continente nuevo, esa nueva costa que algun día portará tal vez nuestro nombre. Hasta entonces, no hay más remedio que perseverar en el rumbo tomado.