La luz del nuevo día hace ver las cosas de otra manera, con un fulgor nuevo y anaranjado sobre las primeras olas de la piscina vacía. Levantarse a las seis de la mañana, echarse agua fría en la cara sin pensárselo, arrancar el día sin tener las ideas claras y tirarse a la carretera durante una hora larga, dirección a la costa, la que sea. Muchas jornadas atrás llenas de decepciones y de certera claridad sobre las causas de las mismas. Si pierdes la esperanza en alguien, en un olor difuso a maquillaje gastado de una noche pasada, la única que te quedará es la que puedas tener en el resto de la gente, pero aquella más cercana tampoco cuenta. No, quienes sorprenden son los desconocidos, son los únicos que pueden ofrecernos respuestas nuevas a las mismas preguntas de siempre, aquellas que todos los demás perdieron la oportunidad de responder de una vez por todas. El mejor enemigo de nuestro enemigo sí puede convertirse no sólo en aliado, sino en amigo e inesperado confidente, incluso sin ser consciente de ello. Y luego está ese zángano impertinente, ese pesado que te escribe una y otra vez tras veinte años sin hablarte, aburrido quizá o presionado por una lista de objetivos inalcanzables, pero empeñado de todos modos en darte por saco hasta que le respondas. Y ya por último, todas esas niñatas cobardes e inmaduras que miran tu perfil para ver qué estás haciendo por miedo a preguntártelo directamente y quedar en evidencia ante tus ojos claros. Hoy te da todo igual, te dan todos igual. Podéis moriros tranquilamente.
Quizá la playa pueda suplir en días de intenso calor lo que la montaña no puede darte bajo circunstancias adversas. Quizá la brisa del mar no sea sino el origen de ese eco que las laderas transmitían a tu corazón. Quiero adentrarme lentamente entre esas olas y conocer poco a poco los riscos de piedra que se ocultan bajo su manto de espuma verde. Allí quizás encuentre lo que estoy buscando, allí quizás esté lo que no encuentro haciendo siempre lo mismo.
