Alba

La luz del nuevo día hace ver las cosas de otra manera, con un fulgor nuevo y anaranjado sobre las primeras olas de la piscina vacía. Levantarse a las seis de la mañana, echarse agua fría en la cara sin pensárselo, arrancar el día sin tener las ideas claras y tirarse a la carretera durante una hora larga, dirección a la costa, la que sea. Muchas jornadas atrás llenas de decepciones y de certera claridad sobre las causas de las mismas. Si pierdes la esperanza en alguien, en un olor difuso a maquillaje gastado de una noche pasada, la única que te quedará es la que puedas tener en el resto de la gente, pero aquella más cercana tampoco cuenta. No, quienes sorprenden son los desconocidos, son los únicos que pueden ofrecernos respuestas nuevas a las mismas preguntas de siempre, aquellas que todos los demás perdieron la oportunidad de responder de una vez por todas. El mejor enemigo de nuestro enemigo sí puede convertirse no sólo en aliado, sino en amigo e inesperado confidente, incluso sin ser consciente de ello. Y luego está ese zángano impertinente, ese pesado que te escribe una y otra vez tras veinte años sin hablarte, aburrido quizá o presionado por una lista de objetivos inalcanzables, pero empeñado de todos modos en darte por saco hasta que le respondas. Y ya por último, todas esas niñatas cobardes e inmaduras que miran tu perfil para ver qué estás haciendo por miedo a preguntártelo directamente y quedar en evidencia ante tus ojos claros. Hoy te da todo igual, te dan todos igual. Podéis moriros tranquilamente.

Quizá la playa pueda suplir en días de intenso calor lo que la montaña no puede darte bajo circunstancias adversas. Quizá la brisa del mar no sea sino el origen de ese eco que las laderas transmitían a tu corazón. Quiero adentrarme lentamente entre esas olas y conocer poco a poco los riscos de piedra que se ocultan bajo su manto de espuma verde. Allí quizás encuentre lo que estoy buscando, allí quizás esté lo que no encuentro haciendo siempre lo mismo.

En busca de sentido

Los antiguos caminos siempre llevan al mismo lugar. A veces, encontramos pequeños cambios en recodos poco transitados, árboles y flores ya no visibles o alguna piedra cambiada de sitio. Pero aún siguen en alguna parte, no se han ido del todo. Algunas ramas han caído tal vez al agua y llegado hasta un remoto humedal, quizá no muy lejos; otras se han fusionado con la tierra que ahora pisamos, la misma tierra mezclada con polvo de hace décadas y nuevo polvo caído de las laderas vecinas. Son los nuevos detalles los que pueden hacernos parecer que el sendero ha cambiado de destino o bien desaparecido, pero finalmente descubrimos que sigue ahí, yacente, sempiterno, fruto del paso de los años, esculpido por miles de pisadas del pasado, abierto, como una invitación a seguirlo.

Hartazgo

Vivimos tiempos difíciles, ¿pero acaso fueron fáciles alguna vez para el común de los mortales? La inmensa mayoría de nosotros luchamos por sobrevivir en medio de este loco mundo y tal vez por poder alzar algo la cabeza sobre el lodo mientras los de más arriba, los de siempre, se ríen de nuestros duros esfuerzos. Pero, tras años peleando contra la precariedad legalmente instaurada con el beneplácito de los corruptos, finalmente ha llegado uno de esos momentos en los que sale a cuenta resistir un poco a imposiciones sin fundamento pero aun así firmes, y a superiores idiotas con evidentes complejos de inferioridad, porque si hay algo que casi todos tenemos en común es que la mayoría estamos desde hace poco más de dos años hasta los cojones de todo, aunque solo los más íntegros (no por ello más afortunados) estamos quizá dispuestos a reconocerlo.

Ya no nos valen las instrucciones manidas diseñadas por coaches y gurús de tres al cuarto sobre los entresijos de la mente, ni nos contentamos con buenas palabras o promesas verbales para un futuro vertiginoso que ya nadie puede prever. La vida es bastante más dura y costosa de lo que era hasta ahora, y todos los que hemos sabido perseverar y llegar a apreciarnos a nosotros mismos, sin excepción, reclamamos más por mucho que nos lo echen en cara los que más nos deben.

Lo económico, al igual que el tamaño, sí importa, especialmente en este sistema impuesto. No creas jamás en lo que dicen los vendehúmos. Los problemas no son oportunidades, sino inconvenientes que suponen esfuerzos extras raramente compensados. Nadie te ayuda cuando te ves en la mierda más absoluta, porque es entonces cuando te conviertes en símbolo de lo que todos temen aunque no lo admitan: el fracaso total es el último tabú aún no vencido del siglo XXI. La salud y el amor son las preocupaciones siguientes a verte sin nada; para poder tomarte el lujo de inquietarte por quimeras semejantes primero has de tener un apoyo sobre el que permanecer visible en el tiempo, apoyo que rara vez construye uno mismo, pero que siempre está en peligro de hacerse añicos.

Tótem

Refugio es como se suele llamar aquel lugar escogido donde uno se siente momentáneamente a salvo y recupera fuerzas para enfrentarse al presente, pero siempre con vistas al futuro, un futuro que parece más próximo que nunca mientras estemos allí. Para muchas personas, refugio es sinónimo de rodearse de personas cercanas en beneficio propio, pero quienes conocemos bien a los seres humanos nunca pondríamos toda nuestra esperanza en uno solo de nuestros semejantes. Sin embargo mi refugio no es un único lugar, aunque bien me gustaría que así fuera, sino una región entera, inmersa entre dos antiguos reinos, sobre la cual relucen a lo lejos pantanos entre sembrados, arboledas y dehesas. Por toda ella hay bosques, ríos, cuevas y, por supuesto, montañas. Hay balaustradas de color blanco reflejadas contra el atardecer serrano y gente alegre de piel morena con acento que sonríe ante las adversidades sin cambiar su carácter.

Es un breve aroma a flora sobre un suelo limpio de barro; es un caserío olvidado de piedra en lo más alto de los llanos. Es un antiguo campamento de niños abandonado hace años sin motivo aparente. En el centro del fuego hay un tótem de madera: un canto del hombre a los poderes superiores y eternos de la naturaleza, la aceptación de que nuestro control sobre ella será siempre parcial y temporal, al igual que lo es con la vida y con todo lo que nos importa, por mucho control que queramos ejercer sobre ello. Es aroma a sol y frescor de fuente de agua cristalina corriendo bajo adelfas. Es salitre y arena negra entre los dedos de los pies, es el rumor del mar por la noche. Es también un piso antiguo y desvencijado, lleno de recuerdos, con vistas al monte coronado y a una antigua gruta inhabitada.

Abril

Se habla mucho de libertad en estos tiempos, una justificacion para dignificar todos nuestros actos, aunque raramente son imparciales. Para que se pueda hablar realmente de libertad tiene que coexistir con la verdad, nadie puede ser libre dentro de una mentira, ya que al descubrirla, tarde o temprano, si su conciencia es sana, se sentirá confuso y engañado en todo lo vivido hasta entonces. La libertad de expresión supone enfrentarnos a toda clase de mentiras y tergiversaciones al alcance de cualquier mano y capaces de reproducirse bajo el criterio de una masa poco crítica como es el grueso de la sociedad actual. He convivido con personas que se creían cualquier noticia y por tanto cualquier consiguiente bulo, sin contrastar fuentes. Quizá por ello sea tan difícil rentabilizar cualquier texto que invite a pensar; tras la muerte de la literatura y del cine de autor, el público actual solo quiere imágenes. Un meme tiene más fuerza que un tuit. Las ideas valen infinitamente menos que su realización para el gran público a pesar de que todo producto final procede de una idea original, incluso aquella que evoluciona de otra. El consumismo logró conducir nuestros impulsos a través de continuas sucesiones de imágenes, muchas de ellas descartables pero aún así recurrentes, hasta amoldarse en nuestras mentes. Cabe preguntarse (aunque nadie lo hace) si nuestro modo de pensar y actuar, de tratar a las personas, sería igual si no viviéramos inmersos en un sistema capitalista. De hecho el bombardeo publicitario nos impide pensar en otra cosa que no sea en satisfacer las apetencias que nos arrojan en nuestro subconsciente supuestamente en aras de alcanzar la supuesta plenitud de nuestro yo. Pero de lo que no somos conscientes es de que esto nos hace cada día más manipulables y débiles.

Por tanto es imposible que un amigo verdadero o cónyuge como tal nos mienta, a no ser que sea una relación con fecha de caducidad. No se puede confiar en un mentiroso. Es entonces cuando nos rondará en la cabeza la gran cuestión. ¿Es mentir guardar secretos? ¿Supone guardarse algo en la mente un elemento peligroso para nuestro vínculo con alguien? Esta duda merece especial consideración.

Por los que no estaban, pero estuvieron

Anoche vi a mi equipo de toda la vida levantar por tercera vez en su historia el trofeo entregado por el Rey de España, figura que desde casi siempre ha acompañado a su nombre. Durante horas volví a soñar y a sonreír, tras muchos años de largas frustraciones y exiguas esperanzas en que algo salga como uno quiere. Y tras ver a tanta gente de mi tierra, gente dichosa y sobreexcitada, acudiendo en tropel a vislumbrar por las calles de Sevilla a simples jugadores de fútbol —bastantes de los cuales dudo que sepan siquiera de qué va la película teniendo en cuenta que no llevan treinta años viviendo en esta ciudad como es mi caso—, me acordé por fugaces momentos de lo que es compartir una alegría inesperada con alguien y sentirse dichoso en medio de la multitud. Han pasado en efecto muchos años, casi dos décadas desde la primera vez que sentí algo semejante, lo cual hace que sienta incluso mejor y más intenso.

Fue entonces cuando decidí sin saberlo aunar mi reflexión de hoy con otra que llevaba tiempo desarrollando en algún recoveco de mi mente, de otros tiempos, el resto de años en los que no vivía en Sevilla pero la portaba dentro del corazón muy a mi pesar, tiempos en los que ver al Betis jugar desde la distancia me sacaba una sonrisa entre muchas preocupaciones más reales que el fútbol, en los que enseñar una jugada a un compañero de pasillo británico de nuestro delantero insignia, y ver cómo él sabía reconocer la calidad de su recorte era ya un día ganado para mí. Pensaba en esas personas que pasaban a diario por mi vida fugaces, aquellas que no estaban ni jamás estarían, pero que aun así me acompañaron algunas horas, personajes anónimos que apenas conocía y parecían desear mi amistad para siempre, obsequiándome con productos de sus tierras de origen. En esos días degusté café armenio poco antes de irme a dormir, tacos auténticos de México con chile enlatado en USA y un inmenso cuscús argelino cocinado en su correspondiente marmita. Todos aquellos que me ofrecían comida me preguntaban de qué equipo era y yo siempre respondía que del Betis, sin ser muy consciente de que en francés tienen una palabra que suena casi idéntica y que significa “tontería”. Y es en efecto una tontería, todo este planteamiento, casi todo lo que muchas veces vemos sobre el campo e incluso en las gradas, todo hay que decirlo: es una locura inmensa en medio de un mundo planificado y tecnificado, pero el Betis está por encima de todo eso, como dice el himno, más allá de la frontera, gana o pierde cuando no debe hacerlo, haciendo de la improvisación su arte más excelso, del regate inconsecuente una proeza admirable sin recompensa en el marcador: el Real Betis es una revolución verde y blanca en una ciudad monumental, magnífica y también mediocre, capital de la tierra del Balompié.

Terra Incognita

Sobre la figura de Cristóbal Colón, fuertemente vinculado a mi ciudad natal por ser en ella donde habitó algunos años de su vida oculta, anidan las medias verdades, las invenciones e incluso a veces el mito del navegante aventajado y omnisciente, tal como un Ulises de la Edad Moderna. Entre las muchas frases atribuidas sin certeza al Almirante, hay una que siempre me ha llamado mucho la atención. Viene a decir algo así como que al principio del viaje siempre hay esperanza, todo es alcanzable, todo es posible. El preludio da rienda suelta a la imaginación y al ensoñamiento frente al mar, ese páramo que hemos de atravesar en su totalidad. Luego llegamos al destino y nos acostumbramos a habitar en él, a colonizarlo hasta convertirlo en algo sin originalidad, hasta hacerle perder lo que lo hacía especial. Una vez alcanzado el objetivo, nuestra razón de ser se difumina y necesitamos otra nueva meta, otro terreno que cultivar, otro océano que surcar. Siempre precisamos de una nueva motivación para avanzar en nuestra penosa y a la vez ilusionante existencia.

Pienso que el ansia de conocimiento es nuestra mayor ilusión; un hombre que se precie, en el fondo de su corazón, lo que ansía es llegar a conocer más, averiguar y entender todo aquello que se le presenta como fuera de su alcance, bien por habérsele negado o porque estaba demasiado lejos para el estándar de su época, algo así como el regocijo infantil al enterarse de un cotilleo o un bombazo informativo, pero, una vez lo consigue, esa dicha se disuelve tras olvidar la excitación del momento, quizá suponiendo el precio que hemos de pagar por el esfuerzo recorrido y el desgaste emocional y físico (cerebral) que ello conlleva. Quizá por ello hay dos posibles conductas frente a lo desconocido, alternativas a contemplarlo con asombro: ignorar que existe y es único, y que vale la pena estudiarlo, algo propio de los mediocres, o quedarse en la superficie por miedo a sondar los abismos y perder el interés por ellos tras haberlos cartografiado por entero. En mi caso, me inclino más por la última opción, por eso aprendo despacio, saboreando sin presión cada etapa por miedo a aburrirme. Es en el camino, en el proceso, donde está lo interesante.

La respuesta de Occidente

Durante el último mes y medio hemos asistido a un espectáculo mediático sin precedentes en torno a un conflicto bélico localizado en Europa y que sin embargo nos afecta a todos. Algunos lo han querido denominar la Tercera Guerra Mundial (Zelenski ha declarado sin tapujos que ya ha estallado), sin embargo no lo es, pues si lo fuera ya estaríamos todos muertos en palabras de Lavrov. Contra un holocausto nuclear no hay búnker lo suficientemente hondo para que la vida siga su curso. En efecto, tal escenario es “imposible” de concebir, como afirma el Kremlin, al menos si se quiere seguir vendiendo gas a clientes probadamente solventes como son los europeos. Las tensiones son evidentes, así como los errores militares aun sin la presencia de la prensa, vetada en el territorio atacado, y parece ser que se está buscando una salida más o menos pacífica a un intento fallido de invasión a un país radioactivo donde se gestó el mayor desastre medioambiental de la historia, el cual exprimió la sufrida economía de la URSS hasta conseguir hacerla desaparecer.

La mayoría de países del mundo desarrollado, alentados por Estados Unidos, no han dudado en tildar a Putin de máximo responsable de una guerra moderna que hasta hace pocos meses parecía inconcebible para las masas; en España incluso lo acusan de haber subido los precios de la cesta de la compra cotidiana. Por supuesto, Putin es un bully, un matón con rasgos narcisistas al que la pandemia parece haber causado más efecto que al común de los mortales por motivos que desconocemos. Pero a pesar de todo es un matón al que hay que escuchar y tomar en serio, ya que tiene el control de seis mil ojivas nucleares declaradas.

Lo más curioso e inquietante es ese aislamiento internacional con el que se ha condenado a Rusia. Empresas de todo el mundo han cerrado sus locales o bloqueado cualquier tipo de transacción al país para secar de nuevo su maltrecha economía mientras desde la OTAN se ha dejado claro que las bombas rusas no pueden salpicar un milímetro de tierra aliada. La rusofobia se instala en todos los ámbitos, castigando a un pueblo que no tiene libertad de expresión en su propio e inmenso país, un lugar donde nadie, ni siquiera ministros o jefes de estado mayor se atreven a llevarle la contraria al dictador aunque su ignorancia en ciertos ámbitos sea más que obvia.

Nuestro espíritu democrático occidental empieza a parecerse cada vez más a una autocracia encubierta, donde todos están políticamente representados, pero solo cinco superpotencias cuya misma existencia se ha forjado históricamente a base de imposición, esclavitud y sangre tienen poder de veto. Países que han asesinado a sus propios conciudadanos nos dan a diario lecciones sobre cómo ser más democráticos y sobre quién es amigo o enemigo. Este es el modelo mundial que nos gobierna sin que lo hayamos elegido y el que decide qué rumbo seguir, a quién aislar y con quién asociarse.

La Verdad

De pequeño me enseñaron a volver siempre a casa antes de que se hiciera de noche, a irme a la cama temprano, tras haber hecho mis deberes a tiempo y no haber tratado con desconocidos, sin embargo la vida adulta me ha exigido que haga justo lo contrario, a buscar un orden en el llamativo desorden que supone entregarse al mundo tal y como es, no como debería ser según un criterio y orden preestablecidos por una autoridad moral. La noche tiene mucho que enseñarnos, tarde o temprano, pues es de noche cuando se trastocan precipitadamente los proyectos que se planean durante días, semanas e incluso meses. Entrar en la noche más oscura a mis veinte años fue todo un descubrimiento que me hizo entender el lado sórdido de la vida, el que se oculta tras las convenciones y normas sociales, la a menudo decepcionante autenticidad que se esconde bajo el maquillaje de lo actual e inmediato.

También me enseñaron a decir la verdad, por muy incómodo que resulte y por muchos enemigos que a uno le granjee. La verdad suele sorprender a quien la escucha, que alguien recuerde en voz alta el hecho que se sabe, que se asume pero no se reconoce ni siquiera en la intimidad con uno mismo salvo raras excepciones. La verdad no ayuda a crear amistades en este mundo falso de apariencia y fatuas vanidades, de ambiciones vanas y temporales, si acaso nos indica certeramente cuáles son los amigos de verdad, que apenas se suelen contar con los dedos de una mano, si tenemos suerte. La verdad no suele atraer dinero, salvo cuando el daño está ya hecho y hay que repararlo a toda costa. No es en absoluto el camino fácil, pero es el único camino correcto que hace a uno estar bien con uno mismo, lo cual a menudo es mucho más importante que tener a los demás de su lado fingiendo aceptar una mentira común que atenta contra los propios principios. Muchas veces se ha asociado la verdad con el dogma, cuando en realidad la verdad no entiende de dogmas ni de lealtades inquebrantables a ideas fijas, al contrario, también supone ser auténtico y fiel a la verdad el cambiar de dirección si se cae en la cuenta de haber escogido un camino incorrecto durante algún tiempo.

Desigualdad y Poder

Hace exactamente dos años me embarqué en la aventura de reunir todos mis escritos, acumulados a lo largo de una vida, en un blog público, y utilizar tal herramienta para seguir escribiendo. No era el primer intento, pero hasta entonces no había encontrado en mí la paz y serenidad necesarias para poder arrojar mis palabras a la estratosfera digital, ante todos los ojos posibles. No digo por ello que esto me haya hecho ser más audaz, inteligente o maduro que antes, quizá todo lo contrario, pero es una necesidad más imperiosa que el propio sentido común.

Cuando publiqué mi primera entrada en este espacio, describiendo la situación vivida en plena pandemia, me encontraba nervioso como todo el mundo ante la perspectiva de verme encerrado en casa por obligación, bajo una dictadura política con pretextos sanitarios que poco a poco hemos ido venciendo. Ahora se avecina otro gran peligro, algo inimaginable en los últimos treinta años: el despertar de antiguos poderes que habían dormitado en silos bajo tierra durante décadas sin perder por ello en un ápice su fuerza. Durante varios días he preferido escuchar y leer las noticias sin pronunciarme al respecto, pero ya no puedo seguir callado ante la indignación que me supone oír a personas que no me han presentado decidir públicamente sobre el destino de la humanidad o incluso amenazarlo sin miramientos.

Los de mi generación somos hijos crecidos entre crisis económicas, guiados por ideas obsoletas y mal aconsejados por personas que no cuentan con la misma experiencia vital, pero en cambio no habíamos vivido hasta ahora un preludio similar al del siglo pasado que ahora se está acelerando. Existe, en efecto, un paralelismo atroz entre estos años y los que iniciaron el siglo anterior al nuevo milenio, acrecentado por los innumerables peligros que ha traído el progreso humano, que ha perdido su razón de ser y se ha puesto únicamente al servicio de los poderosos, con todas las consecuencias que ello implica.  

En momentos como este valoramos lo que es tener un Ejército y la siempre discutida palabra Defensa, aunque haya todavía voces que piensan que protegerse es provocar. No se trata de un capricho cuando el vecino tiene más capacidad que tú. A veces el mundo te obliga a seguir la corriente para sobrevivir y que no te trague la tierra antes de tiempo.

Creo que nuestra sociedad occidental, próspera e insatisfecha, padece de dos males sobre todo, derivados por supuesto del egoísmo, que son la desigualdad, acrecentada por las crisis y el teatro que hay detrás de la cualificación, caldo de cultivo de las envidias y comparaciones, generadoras de conflictos, y por último, pero no menos importante, la indiferencia ante el sufrimiento ajeno. Nos da igual todo con tal de que no nos pase a nosotros. Y esta es la clave para nuestra redención, si algún día caemos en la cuenta de lo que estamos haciendo y de lo que nos conviene cambiar para el futuro, si es que queremos tenerlo.