Una nueva vida

Los hospitales, como los conventos o los asilos, son lugares enormes donde a veces el tiempo parece detenerse por un plazo demasiado largo, a veces eterno, sobre todo cuando uno se ve obligado a permanecer en vigilia o guardar ayunas por una o otra razón; médicas hay muchas. Aunque algunos desearíamos que se encontraran vacíos de gente y así evitar sufrimiento, no lo están, pero mucha gente que mora en ellos puede encontrar y sentir ese vacío que a veces tiene cosas que enseñarnos sobre la vida, si es que le dejamos. El Vacío es el escenario primero de la Creación, sobre el Vacío y la Nada se erige el mundo tal y como lo conocemos; la Causa causante ya depende de las creencias de cada uno. Todo sonido se construye sobre silencio; toda gran obra comienza por vaciar terreno para levantar cimientos.

Llevo un par de noches sin dormir, casi sin comer, esperando pacientemente y en silencio a que se cumpla el milagro, aquel recuerdo feliz que junto a aquel polvo de hadas mágico me permita alzar el vuelo tras decir: ¡Soy Padre! Pero padre de verdad, de los que se quedan contigo toda la vida tratando de sacar lo mejor de ti, de ayudarte a encontrar tu propio camino y reírnos juntos de las contrariedades, aunque estemos en desacuerdo en ciertas cosas. Ser padre no es solo dar la vida, sino también es permanecer y cuidar de ella.

Bien, hoy ha ocurrido el milagro tan esperado cuya única y sola causa éramos simplemente dos personas unidas y solas frente a un mundo egoísta en el que sólo se puede vivir cuerdo siendo contradictorio con su misma naturaleza y compartiendo aquello que nos escasea o que no tenemos del todo ganado. Nadie tiene todo en esta vida, pero a los hijos se les da todo lo que se tiene e incluso a veces lo que es hasta imposible que tengamos.

Y con esto y finalmente, cito de la manera más textual posible que me permiten las limitaciones del castellano a mi autor francés preferido, Marcel Pagnol: «Amarles y servirles. Tales son los únicos derechos que los mayores tienen sobre los más pequeños». Pues a ello.

Y como decía Peter Pan al final de Hook: «¡Vivir! Vivir será mi gran aventura».

Quién como Dios

La última frontera

A veces (y no tanto como me gustaría) acostumbro a caminar por parajes desolados que antaño me parecieran más grandes de lo que son hoy en realidad. La naturaleza es algo brutal, te golpea en la frente con la dura realidad de los elementos apenas has cruzado su umbral. Es en esos momentos en los que ese débil nexo que recientemente he descubierto entre el espacio y el tiempo nos hace darnos la vuelta y tomar conciencia de nosotros mismos, a falta de poder apreciar plenamente las sutilezas que tenemos por delante. Durante esa breve pausa nos damos cuenta de lo que no hemos podido pensar en los días pasados, en los que nos falta el tiempo para hacerlo debido a la intensa (y sin embargo irrelevante) vida que llevamos vivida.

Los déjà-vu no son sino recuerdos de sueños antiguos avivados al visitar de nuevo aquellos lugares que nos han marcado de alguna u otra manera. No podemos volver al pasado, pero sí rememorarlo y aprender de él, aprovechando la perspectiva ganada con el paso del tiempo y de sufrir de la experiencia de aquello ocurrido.

No podemos cambiar lo que no nos toca a nosotros hacer. No tenemos derecho a pedir a nadie que cambie, puesto que no se trata de nosotros ni de algo que sea nuestro, solo podemos alentarlo con el ejemplo y el éxito de una vida feliz, si de veras estamos convencidos de que merece la pena derrochar en otra persona nuestra energía más positiva.

Ante esto, no nos queda otro remedio que aceptar la realidad tal y como es, esperando una mejora gradual en el futuro, sin prisas. Ocuparnos de lo que es de veras importante; vivir el presente de la mejor forma posible. O tal vez hacer que mejore la vida de alguien necesitado, algo tan frecuente en un mundo que no se preocupa en absoluto por los demás si no hay algo parecido a un premio o reconocimiento claramente visible en ello.

Alguien nos hará ser mejores si no somos capaces de hacerlo nosotros mismos por nuestros propios medios. Quizá alguien nos hará poner todos nuestros medios, aquellos que no estábamos dispuestos a dar fácilmente, incluso algunos recursos que desconocíamos tener ya fuera en nosotros o nuestro entorno, al servicio de alguien que no seamos nosotros. Esta es la última frontera que transciende lo físico y nuestros propios límites.

Sevilla

Siempre tuviste los ojos y los oídos bien abiertos, mas sabías cuando cerrar la boca para tu conveniencia, aunque de cuando en cuando se te escape apenas un sorbo de lo que deseas, no de lo que piensas; tienes cara de pensar mucho mientras hablas conmigo, pero no estoy seguro de que lo hagas, aunque si lo hicieras nunca sabría de qué se trata.

Por tus calles estrechas y sinuosas abundan las tiendas de colores, objetos antiguos e inútiles y retazos de modernidad igual de inservibles. Pero reconozco que hay cierta magia en el aroma de tus naranjos, en el azahar, y en el brillo del sol sobre el agua al caer la tarde.

Hablas con uno y otro, ávida de compromiso pero llena de mil y una dudas, porque en fondo lo que quieres es fama y dinero, en eso no tienes nada de diferente a las demás capitales de provincia. El vestido de flamenca no te distingue de otra andaluza más que el de una arlesiana a otra provenzal. Solo lo luces una semana en la que el tiempo pasa volando, sin consecuencias importantes.

Te haces de rogar para entrar en tu vida, para dar a conocer tus defectos y vergüenzas, pero, al final, resultas ser un montón de azulejos rotos, coloridos por delante, toscos por detrás.

Marbella

No estaba muy convencido al principio, pero no me arrepentiría al final. Salimos por la tarde, como es costumbre mía cuando marcho tan al este.

De aquel viaje solo recuerdo que ya era noche cerrada cuando circulábamos sobre la casa de mis abuelos, tan llena de recuerdos, pero no era aquella vez nuestro destino, sino algo más allá, en una ubicación incierta, situada en la misma costa, pero un poco más metida en el mar.

No hubo golpe sordo, pero aún así corríamos un grave peligro sin ser conscientes de ello. Una vez llegados a nuestro destino, una alba urbanización en plena costa del sol, nos dimos cuenta del alcance del daño, plasmado en un reventón en la rueda del conductor. Tuvimos que cambiarla para no dejar la furgoneta coja durante toda la noche. Finalmente nos fuimos a la cama bien entrada la madrugada, cada uno en el colchón más adaptado a sus necesidades, pero no por ello el más cómodo, ocupando todas las estancias de la casa.

A la mañana siguiente, una vez levantados y realizadas todas las tareas necesarias, bajamos todos hasta una piscina que no era sino un pozo en lo más hondo de una colina de césped verde. Aquella tarde comencé a leer la historia de aquel niño desdichado que terminaba bien a pesar de vivir mil y una vicisitudes con una y otra improvisada compañía encontrada durante su largo camino. No sabía que más tarde emprendería un camino parecido buscando el mismo final.

Por la tarde bajamos, más bien nos deslizamos, al mar, reluciente y quieto como una platina, reflejando el brillo del atardecer en escala de grises.

La Antilla

Llegamos de buena mañana, tras un corto viaje hecho a velocidad de furtivos, a un pueblo fantasma, similar a uno del oeste americano, pero sin más desierto que las dunas de la playa. La calle principal, otrora poblada de gente haciendo colas para poder alquilar un piso por una quincena; buscando las chanclas o gafas de sol más baratas, o un lugar agradable donde cenar y reunirse con amigos más tarde, yacía ahora vacía hasta el punto de poder contemplarse el inmenso arco iris que formaba la secuencia de losas coloreadas que habían puesto el año anterior. Habíamos vuelto al mismo sitio, sí, pero aquel sitio sin gente no era ya nada. Ni siquiera el chiringuito junto a la playa sabía igual o tenía el encanto de aquella fatídica tarde donde el fútbol de la selección firmó su finiquito. La nostalgia nos hace recordar todo mejor de lo que es, que no lo que era, en realidad.

N-IV

Es una larga recta que desciende serpenteando suavemente, tal como un río plácido e inerte entre colinas, a ratos ascendiendo, sobre llano en su mayor parte, por medio de campos embarrados o mayormente resecos. Comienza su curso junto a una gran rotonda que tiene su gemela al término, tras cruzar el puente Ramón de Carranza. Empieza envuelta en bruma del río por la mañana, con un molesto sol amaneciendo entre los primeros chalets del sur. Se extiende bajo aromas de aceite prensado de primera calidad, para más tarde pasar bajo la sombra de árboles milenarios junto a las márgenes de un río presente todo el camino más sin jamás ser visto.

Los dos soles

El primer sol, apenas llegada el alba, suele traer consigo una aparente claridad en la oscuridad, como un fulgor escondido tras los montes. Ascienden los cantos de los pájaros a medida que va tiñendo la bóveda del mundo de rojo y gualda, hasta al fin extender sus rayos y alzarse hacia lo más alto, haciéndose más grande y fuerte conforme envejece el día. Irradia todo su calor sobre el suelo mientras se encamina hacia el oeste, donde se desvanece, otro día más, hasta ser relevado por la luna y las estrellas, más sabias, más prevenidas.

Viajes gaditanos

I

De niño visitó Cádiz dos veces, una vez muy pequeño, bajo un frío de otoño en Cortadura. Pasaron una mañana avistando cañones oxidados sobre una muralla de piedra desgastada. Más tarde vivió parte de un verano en una casa desconocida, cuya única imagen recordada era la de un viejo tocadiscos que tenía prohibido usar y un montón de enciclopedias grises, del mismo color que el cielo de aquellos días.

II

Aquella mañana empezó con la imagen de una boda sobre las escalinatas del Pópulo, tras lo cual visitamos un pequeño balcón abierto al mar. Después, callejeamos bajo terrazas albas hasta encontrar donde comer en una mesa al aire libre, bajo balcones de hierro forjado, entre transeúntes y turistas, con abundante pan y cubiertos de mango amarillo. Aquel pescado sabía a gloria, fuera cual fuera su nombre.

Pasamos el día haciendo turismo eclesiástico: catedral y su cripta húmeda, museo catedralicio, Oratorio de la Santa Cueva. En cada corredor abundaba el oro, el lino y la plata, vestigios de un antiguo poder sobre la primera ciudad fundada al oeste del mundo conocido.

Al atardecer paseamos sobre la playa de Santa María del Mar, andando sobre la arena fina. Algunos nos animamos a recorrer el espigón en toda su longitud, sobre las rocas resbaladizas mientras el sol bajaba hasta casi rozar las olas. La vuelta la hicimos bajo la oscuridad reflejada sobre la espuma del mar, como una despedida callada en oración.

III

El tren se deslizó, suavemente al principio, chirriando al pasar sobre los cambios de raíles. El estudiante, sentado, contemplaba el desfile silencioso de los campos extensos que le separaban del mar a medida que el camino tornaba lentamente hacia el suroeste. Conocía bien aquellos paisajes, durante el espacio de un año cierto tiempo atrás fueron parte de su rutina semanal. Ahora, aquella campiña parda, verde a ratos, era la frontera que le separaba del primero de sus hermanos.

Cádiz les dio la bienvenida, blanca y reluciente. Caminaron hasta la playa de la Caleta y pasaron bajo el arco. Soplaba el viento del levante aquella tarde, aunque sin demasiada intensidad. Hacía mucho calor y apenas olía a mar salado. Pocas olas en el horizonte. Recorrieron el camino que se adentraba en las rocas hasta llegar al castillo fortificado de San Sebastián. El agua verdosa besaba los cimientos de piedra tostada.

Luego, tras tomar una o dos cervezas, fueron a comer aquel pescado milenario hasta saciarse. Bebieron grandes cantidades de alcohol entre plato y plato, haciendo de aquel día, de aquellas cortas horas, un momento atemporal para el recuerdo. Después volvieron a sentarse junto al mar, despertando ya al fin, con la marea más arriba.

A falta de bañador, optó por meterse en el agua en vaqueros. El baño enfrió, de algún modo, el entusiasmo ocasionado por la bebida. Luego siguieron su recorrido por el paseo marítimo, sin despegarse nunca demasiado del agua, buscando nuevos bares y nuevas orillas donde avistar mejor el atardecer sin desear nunca que llegara.

Camino

Tal vez sea nuestro sino desandar lo andado por otros. Tal vez sea nuestra proeza abandonar las sendas habituales y crear las nuestras propias. Siempre hemos andado a la contra porque no nos convencían los modos antiguos, ha tiempo ya vencidos. No queríamos imitar, ¿qué tiene eso de interesante? No, la libertad es siempre ir hacia delante, pisando roca desnuda.

Cuando era niño miraba siempre hacía abajo, me fijaba en los recovecos del camino mientras me instaban a mirar hacia arriba. Una vez superada la niñez, descubrí que desde arriba se pierden muchos detalles de las cosas. Quizá haya una tercera vía que consista en mirar únicamente al frente.

Las Abiertas

Parecen hechas de un sueño inmaterial, esculpido sobre roca dura, concebido bajo una noche oscura. Pero solo son de tierra, una tierra sorprendentemente fértil en estas latitudes tan meridionales, una tierra que se extiende en la lejanía, abierta como la palma de una mano, descendiendo lenta y sinuosamente hacia montañas con formas irregulares. Conforman una planicie alta, a más de doscientos metros sobre la altura del mar, envuelta de aire limpio y bajo un sol duro, áspero y blanquecino, que enrojece la piel y aviva los sentidos. Por sus venas corren ríos y arroyos de agua a ratos verde, raras veces fangosa, curso arriba helada como el cristal.

Aquí, a pocos pasos del hogar, nuestro hogar, huele a verano eterno, incluso en invierno.