A través de la noche

Llovía, pero no alcanzaba a divisar más gotas que aquellas trenzadas en un filo hilo anaranjado bajo la farola más cercana. Alrededor, noche oscura y estrellas invisibles; largo tiempo hace ya que perdieron el brillo sobre las ciudades, y hoy día empieza a ser incluso difícil distinguirlas en las afueras debido a la contaminación lumínica. Pocos son ya quienes las miran, ya apenas se les presta atención. Y sin ellas no hay esperanza posible, solo una noche vacía aguardando que llegue un alba pálida que filtre un poco de luz, tan necesaria, entre la cada vez más densa polución que nos hace perder, poco a poco, el olfato y por tanto el gusto, mientras el persistente ruido va terminando con nuestros oídos.

Algunos hombres crecieron mirando las estrellas, aprendieron a orientarse bajo los astros siempre inmóviles, aun a ciegas, aun en medio de la penumbra. Nadie les mira, nadie les escucha sino para reírse, para burlarse quizá con momentáneo y vano alboroto, pero ellos siguen dando órdenes en silencio, su gran aliado, y trazando mapas que puedan tal vez ayudarnos a guiarnos bajo la oscuridad, a tientas, cuando se hayan desgastado todos nuestros demás sentidos.

Pacem in terris

De todos los tesoros posibles imaginables, ya sea realistas o totalmente idílicos, la paz sobresale por encima entre los más deseados por los hombres. Calma antes y después de la tempestad, la cual suele caracterizarse por ser tan intensa como breve.

No hay mejor manera de emplear el tiempo que en perderlo, en regresar dando paseos a aquellos caminos olvidados por la rutina diaria. En contemplar cómo hemos crecido al volver a andar los mismos senderos y ver cómo ellos, sin embargo, apenas han cambiado.

El mundo alienta el tesoro de la paz sin saberlo. Paz rima en asonante con humildad y verdad; no da pie a ambiciones idiotas ni proyectos irrealizables y fácilmente sustituibles por nuevas modas. Paz eterna en latín vulgar. Solo unos pocos hemos entendido realmente su significado.

Frío, frío 2021

Al término de estos diez meses echo la vista atrás y pienso en todo lo que hemos pasado sin llegar todavía a ninguna parte definida. Momentos duros, durísimos, y un mundo vuelto del revés sobre el que, por un atisbo, pareció que cambiaban de manera brusca y casi mágica las tornas del poder para volver de nuevo al lugar donde siempre han residido, incluso con más firmeza que antes.

La pandemia nos ha impuesto el uso de una mascarilla tan incómoda como inútil, pero en cambio nos ha quitado las caretas a todos. Todas las crisis sacan lo mejor y lo peor de las personas, dependiendo de lo que sea que lleven dentro. Algunos que acostumbraban a ser próximos se han ido sin motivo, quizá para siempre; otros más distantes se han acercado sin esperarlos ni haberles dado bienvenida alguna, quizá resulten ser más verdaderos que los anteriores.

Quizá pasado este año de penumbra haya una nueva vida más allá de las estrellas; un nuevo sol amaneciendo sobre las montañas gélidas de nuestra tristeza invernal. Al final, la luz se levantará de nuevo.

Espero paciente un 2021 cargado de esperanza. Nada más por ahora.

Barqueta

No pensé al principio que aquel coche parado en medio del puente señalaba mi destino. Nunca pensé que viviría tres años completos frente al escenario donde Sevilla creció y murió al cabo de un ejercicio. Ni que aún me quedan dos años más por enfrentar y aprender de ellos, ya bastante más al sur, río abajo.

El centro siempre ha sido como un pueblo, donde la vida se desarrolla a pie de calle. Donde lo mismo ves a un niño jugar en su cuarto al pasar frente una ventana como una pierna cruzada sobre otra encima de un colchón, con un portátil despidiendo colores entre las rodillas, en plena vida de hogar sin posibilidad de ocultación salvo cerrando las persianas.

Mi vida siempre ha sido una vida de despedidas y traslados, de mudanzas y viajes sin intención de asentarme en ninguna parte. Siempre he vivido bajo la sombra de una nostalgia errática, con el murmullo entre los oídos del adiós, con la certeza de que nada es para siempre. Y sin embargo siempre añoro lo que dejo atrás, quizá más que nadie en este mundo girante. Y nunca he echado más de menos que mi primer hogar y su entorno inmediato, a pesar de haberlo odiado durante muchos años.

Sevilla, siempre rancia, siempre eterna.

Carretera de Utrera

Anoche, al acercarme a la incorporación para subir a la SE-30, tuve por un momento la tentación de seguir adelante, sin desviarme a casa, y terminar por adentrarme en la oscuridad más absoluta para perdernos por los campos, con un destino un tanto incierto.

Quizá me sorprendiera la lluvia durante el camino, palpando el volante casi a tientas, intuyendo el trazado de la carretera, hasta que me cegara el sol naciente subiendo tras las Cordilleras Béticas y envolviéndolas de oro.

Durante un segundo tuve aquel sueño, estando aun despierto. No obstante, torné finalmente a la derecha en el último momento y dejé a un lado mis ensueños para otro día, espero que no muy lejano y ciertamente más afortunado que ayer.

Parador

Un salón rústico, venido a menos, pero dentro del cual relucen aún detalles antiguos, vestigios de su antiguo señorío. Losas de barro bailadas por invitados de renombre gastado y vestidos coloreados. Camareros cansados desfilan entre nosotros mientras bailamos y reímos, ajenos por un día a su cotidiana profesionalidad. Música profana, nostálgica a ratos, hace que el día se alargue y llegue la tarde sobre las cimas y la noche se extienda sin estrellas sobre los campos.

La comida copiosa ya recogida, las copas abandonadas apenas dados dos sorbos, ráfagas de viento serrano refrescando nuestras caras palidecidas tras meses de encierro; atrás quedan los temores del mediodía.

Me gustaría tener un minuto para convertirme en espectador de esta escena atemporal desde lejos, algo así como el dron que nos filma, invitado inesperado a esta fiesta clandestina. Pero enseguida busco tus ojos y tus labios, ya míos, ya nuestros hasta el amanecer.

Pandemia

Al final, la pandemia, como cualquier  tormenta, cataclismo o catástrofe natural, es una cura de humildad para toda la humanidad, y en especial para aquellos imbéciles que consideran que el control de lo incontrolable es algo posible, o que han hecho de su profesión el aparentar hacerlo o el tener la varita mágica para prometerlo.

Protocolos improvisados, medidas absurdas, demonización de las reuniones familiares; de los encuentros entre amigos y de las celebraciones de las grandes etapas de la vida, para mucha gente único consuelo entre duras y largas jornadas de trabajo. Buscar y denunciar causas de contagio en lugar de hacerle frente.

El problema no es la gente, ni tan siquiera el virus, sino la mentira e hipocresía comunes de la sociedad enfermiza en la que vivimos confinados.

Destinos

Soy un hombre con dos vidas. He tenido una vida antes de conocerte y otra después de hacerlo. Ambas vidas han terminado siempre lejos de casa, en dos hoteles situados en dos extremos de la península. En sendos hoteles he conocido todo lo importante que te ha de pasar en la vida. Allí he vivido los momentos más determinantes de mi existencia. En ellos me han propuesto entregar mi vida, la primera para un propósito que no alcancé, la segunda para otro que nos hemos propuesto seguir juntos. En el interior de Portugal y en la sierra de Cádiz, siempre cerca del aire del mar, pero sin ver la costa sino de lejos, inmersos entre árboles y montañas he escuchado palabras de importancia. En el país cristiano más occidental de Europa me llamó Dios a través de personas que no compartían su plan para conmigo; más tarde, en mi verdadero país, me llamó mi compañera de penurias y alegrías. En el hotel rosado oí las primeras palabras portuguesas, palabras que miran allende los mares, palabras raras que no entendía pero sí podía leer con facilidad. En el hotel rústico, de sencilla cal blanca y tejas rojas, lugar ante el cual siempre pasé sin saber que allí terminaría mi eterno estado civil, fue donde aprendí que la gente sencilla es la mejor del mundo. Las gentes humildes nos inspiran con su ejemplo y desdicen los problemas que nos asolan en las ciudades, que nos preocupan y persiguen pero no tienen más importancia que la que queramos darle. Aquí lo que importa son los días, largos en verano, cortos en invierno, y las noches, siempre frías, oscuras y con relente, importan el sol, siempre blanco, y la luna incandescente, que sube despacio desde las cumbres, las montañas de formas voluptuosas, y el agua cristalina. Vivir cada nuevo día, trabajar duro, comer abundante y dormir cada noche, al calor de la lumbre. Rezar, pero no rezar encerrados, sino al son de los pasos firmes que damos al caminar y subir cuestas penosas para observar el vuelo de las aves majestuosas, y el santuario de los pinos, embalses, calizas y pinsapos.

Tras un largo día paseando por la ribera del río, el camino de mi infancia, ella se me declaró. No fue en el prado donde recogíamos hojas en primavera y otoño, ni fue en aquellos llanos sobre la montaña donde antaño, muchos años atrás, durmiera por vez primera al raso. Ella me dejó las pistas en formas de letras de papel y yo las fui recogiendo. Una vez reunidas todas las letras, compuse la frase que toda mujer quiere oír para decir sí.

Entramos en un bar antiguo

Paseamos por la calle Feria y vuelvo a recordar lo que es Sevilla anochecida. Hay mucha gente, tal vez demasiada. Gente buscando a gente, personas esperando a otras personas y encontrando nuevas formas de amar. Chicas esperando bajo dinteles de iglesias, esperando a que las hermandades terminen sus misas para salir a cenar con sus citas.

Entramos en un bar antiguo donde se sienta gente bien vestida que nos mira mal; quizá no estamos en el sitio adecuado, así que nos vamos por donde hemos venido.

Nos decantamos finalmente por un bar moderno. Misma gente, tal vez peor vestida, pero aquí nos atienden bien. Pedimos comida sin origen definido y bebemos vino sureño, siempre buena elección. La luna está llena, la noche sin estrellas, pero el frío sopla entre las ramas desnudas de hojas ya barridas.