Prólogo

Desde la puerta abierta de par en par tras aquel cortijo bendito, perdido en medio de los campos, veía el horizonte: marismas, campiña infinita, al fondo sierra y algo más allá el sempiterno mar. Todo cuanto ansiaba estaba a mi alcance inmediato: me cabía en la palma de la mano. El alcohol y la euforia de aquella fiesta, largamente esperada y temida a partes iguales, encendieron mi ánimo y, por unas horas, bailando, comiendo y riendo, me sentí del todo inmortal, hasta que me sorprendió el rumor de la noche y de su eterno misterio sobre el mundo.

Después de la tormenta

Al poco de que cayera casi toda la oscuridad del cielo llegaron juntos el sol y la calma. Una abubilla bebía de un charco que reflejaba la vía del tren bajo la última luz del día. Dos niños caminaban dando tumbos en torno al agua estancada, a riesgo de mojarse los pies o ensuciarse de barro.

Al fondo, en la no tan distante lejanía, se veía la granja, los últimos campos que la ciudad aún no había conquistado por extenderse sobre el lado virgen del río.

San Lorenzo

Había olvidado lo que era. La plaza, las puertas abiertas, el gentío ordenado. Rostros más jóvenes cada año. El cielo encapotado haciendo de pantalla que reflejara la luz de la luna para poder ver sin necesidad de farolas naranjas encendidas. El olor de las patatas fritas de bolsa de la espera y el dolor de espalda causado por permanecer quietos una hora en el mismo sitio para no perderlo. Vecinos legendarios, sorprendidos a pesar del paso del tiempo, se asomaban a sus balcones para contemplar aquella larga hilera de cirios silenciosos. Empezó a llover, encendieron de nuevo los cirios y apresuraron la marcha. Una saeta cruzó la noche en crescendo. Llegó la Virgen, sola, envuelta en sábanas de agua y se introdujo lentamente en el templo. Bendita lluvia, incienso maldito para los cofrades y tesoro de plata para los campos.

El pueblo de mi padre

No había llovido en todo el viaje y fue al poco de llegar al destino que las pesadas gotas atlánticas golpearon el polvo acumulado sobre mi viejo parabrisas. Llovía en todas partes: en los campos, en la carretera y sobre la montaña. Me acercaba a casa, era tarde y hacía frío. Volvía al pueblo, al pueblo de mi padre. Al tomar la última curva y ver de golpe todas las casas apelotonadas al pie de la montaña, impasibles bajo el frío y la lluvia, me dio un brinco el corazón. Aunque no había nacido en aquel lugar, apenas si vivió unos pocos días repartidos a lo largo de toda su vida, ni poseyó nunca casa alguna allí, era el pueblo de mi padre.

Tras pasar la rotonda de la entrada, mantuve el coche a treinta y circulé pesadamente por la única avenida, mirando bien en todas direcciones, impregnándome los ojos de la paleta de colores serranos. Olía a leña quemada, a madera vieja regada por el agua oscura del cielo y a carne de caza asada. Subí las cuestas de adoquines a duras penas, pegando acelerones, por fortuna sin encontrarme apenas a nadie. Todo el mundo hacía su vida ajeno a mi visita, ojalá fuera siempre así en todos lados.

Pasé entre los hostales y bares que mi padre solía frecuentar en su juventud, donde cortejó a aquella muchacha rubia que tan buenos hijos le diera, que tantos momentos felices le brindara. Una muchacha que tampoco era del pueblo, ni siquiera de la provincia, pero que se hizo del pueblo, al igual que él. Celebraron todas las fiestas con sus vecinos, comieron y bebieron del fruto de sus montes, se casaron en su iglesia, nos concibieron y hasta allí nos llevaron cada vez que pudieron.

Partida

Caía la noche sobre el asfalto. Mis pasos me llevaban hacia el este, el origen de todo, bueno y malo. Quizá para el enemigo el mal fuésemos nosotros, pero nadie quiere asumir ser malo para nadie. Faltaban dos horas al menos para ver el alba desteñir el horizonte oscuro, imposible de distinguir tras la hilera de árboles apostados junto a la valla.

Pasó un tren silbando pesadamente, despacio para no despertar a los vecinos. El tren de la guerra, nuestro tren. Hacía frío. Nos pusimos en marcha. Nuestras botas portaron el rocío de la madrugada al interior polvoriento del vagón.

Hablamos poco, casi nada. Nos entrenaron para renunciar a todo cuanto amábamos, salvo por pequeñas bocanadas, y aquello nos hizo supuestamente fuertes e inmunes al dolor y al miedo a la pérdida, pero en cambio nos hizo perder identidad.

Los cuarteles que daban las espaldas al alba

Nací de buena mañana rodeado de ruinas, a mediados del mes de los muertos, cuando aún hacía frío en noviembre, bajo la pálida luz del sol de otoño naciendo tras las vías del tren. Siempre he sentido un estremecimiento a esa hora del día, recuerdo quizá de un tenso momento sufrido del que aún no me he recuperado del todo.

Esbozo parte de esos recuerdos cuando atravieso el camino del tren, las pocas veces que consigo levantarme temprano, observando desfilar las fachadas de ladrillos de los cuarteles abandonados, tapando los primeros rayos del sol naciente. Recuerdos de una vida de la cual es imposible acordarse, puesto que apenas sí la he vivido, pero sin embargo está ahí.

Aún me dice algo el sol que sube desde el este y le encuentro significado, igual que a todo el recorrido del tren, surcando la tierra entrecortadamente, entre el amanecer y el ocaso.

En busca de sentido

Los antiguos caminos siempre llevan al mismo lugar. A veces, encontramos pequeños cambios en recodos poco transitados, árboles y flores ya no visibles o alguna piedra cambiada de sitio. Pero aún siguen en alguna parte, no se han ido del todo. Algunas ramas han caído tal vez al agua y llegado hasta un remoto humedal, quizá no muy lejos; otras se han fusionado con la tierra que ahora pisamos, la misma tierra mezclada con polvo de hace décadas y nuevo polvo caído de las laderas vecinas. Son los nuevos detalles los que pueden hacernos parecer que el sendero ha cambiado de destino o bien desaparecido, pero finalmente descubrimos que sigue ahí, yacente, sempiterno, fruto del paso de los años, esculpido por miles de pisadas del pasado, abierto, como una invitación a seguirlo.

Tótem

Refugio es como se suele llamar aquel lugar escogido donde uno se siente momentáneamente a salvo y recupera fuerzas para enfrentarse al presente, pero siempre con vistas al futuro, un futuro que parece más próximo que nunca mientras estemos allí. Para muchas personas, refugio es sinónimo de rodearse de personas cercanas en beneficio propio, pero quienes conocemos bien a los seres humanos nunca pondríamos toda nuestra esperanza en uno solo de nuestros semejantes. Sin embargo mi refugio no es un único lugar, aunque bien me gustaría que así fuera, sino una región entera, inmersa entre dos antiguos reinos, sobre la cual relucen a lo lejos pantanos entre sembrados, arboledas y dehesas. Por toda ella hay bosques, ríos, cuevas y, por supuesto, montañas. Hay balaustradas de color blanco reflejadas contra el atardecer serrano y gente alegre de piel morena con acento que sonríe ante las adversidades sin cambiar su carácter.

Es un breve aroma a flora sobre un suelo limpio de barro; es un caserío olvidado de piedra en lo más alto de los llanos. Es un antiguo campamento de niños abandonado hace años sin motivo aparente. En el centro del fuego hay un tótem de madera: un canto del hombre a los poderes superiores y eternos de la naturaleza, la aceptación de que nuestro control sobre ella será siempre parcial y temporal, al igual que lo es con la vida y con todo lo que nos importa, por mucho control que queramos ejercer sobre ello. Es aroma a sol y frescor de fuente de agua cristalina corriendo bajo adelfas. Es salitre y arena negra entre los dedos de los pies, es el rumor del mar por la noche. Es también un piso antiguo y desvencijado, lleno de recuerdos, con vistas al monte coronado y a una antigua gruta inhabitada.

En tus ojos

Veo aún el brillo de nuestro primer baile juntos, sin saber aún cómo vestirnos para gustarnos el uno al otro, sin saber siquiera si nos gusta lo que estamos haciendo, entre luces de neón y sombras, mientras fuera cae una cortina de agua helada que no nos preocupa en absoluto porque no recordamos que es de noche, ni que habrá que volver a casa pasadas unas breves horas. Ni siquiera recordamos que el tiempo existe ni aun así cómo se mide. Solo nos sentimos.

Recuerdo cómo subimos, desembragando, aquella larga cuesta en Málaga que antaño, un siglo atrás, bajara mi abuelo en bicicleta. El coche se iba para atrás en cada semáforo, pero aun así logramos que subiera hasta el Puerto de la Torre, aun más rápido que el descapotable que teníamos al lado.

Todo al son de esta canción, que acompaña bien casi todo, como una amable invitación al primer beso, larga y esperada sorpresa, punto de partida de una larga historia que cambiará totalmente nuestras vidas para siempre.

El hotel del fin del mundo

Es una tarde con una luz similar a aquella otra de nuestro enlace, pero mucho más fría, ya puestas las flores de Pascua sobre las mesas vestidas con manteles de color vino, y la enorme chimenea doble encendida, calentando el gran salón encalado y vacío, recubierto de vigas. Me recuesto sobre uno de los vencidos sofás y sueño durante media hora que me parece eterna, frente a un café humeante acompañado de un paquete de azúcar con cita.

En mi sueño hay un padre orgulloso de ver a su hija casarse con un hombre de origen incierto, sin apellidos distintivos, pero con una ambición desmedida por vivir la vida que nunca le dejaron tener. No sabe que apenas un año más tarde la misma vida le traerá un nieto que portará su nombre y que será la viva imagen de sus comienzos. Si lo supiera, le diría a aquel niño que no creciera nunca.

Al abrir los ojos te veo a ti y a nuestro hijo y sonrío, repleto. El sol cae en dirección a Sevilla y la última noche de estos dos duros años llega inexorable. Mañana amaneceremos en Cádiz, como debe ser.