Con @ de arroba

Como muchos, recuerdo tiempos pasados mejores, en los que no nos hacía falta mostrar a la sociedad cómo somos o queremos dar la impresión de ser, dónde vamos o qué hacemos. O lo que parece que estamos haciendo, al menos en el momento de posar frente a las cámaras. Internet convirtió de un plumazo —eso nos parece ahora— el mundo en una red invisible interconectada y casi sin fronteras, el gran hermano final: la destrucción de la privacidad por una aparente voluntad propia que no es tal. A día de hoy ya nadie se puede permitir estar ilocalizable a no ser que sea por una elección anti natura. Los tiempos de espera han acabado, se pasan más entretenidos, también terminan más rápido los importantes, ya que nos los perdemos prestando atención a las continuas evasiones que nos ofrecen los reels. Lo que no sabíamos era que acabar con el aburrimiento acabaría también destruyendo nuestra imaginación y, por ende, nuestros sueños. Vivimos en la dictadura compulsiva de seguir y aspirar a ser seguido, no sabemos vivir sin tener, al menos, un atisbo de relevancia pública ni sin sentirnos constantemente valorados aunque no importe por quién, con tal de que sea por alguien, en una eterna mentira retroalimentada por los trending topics de cada momento, encerrados en una carrera de hámsteres eterna sin saber quiénes somos ni qué queremos, corriendo detrás de nuestras dudas, incertidumbres y deseos.

Mientras las empresas tratan de averiguar cómo extraer más valor de nuestros likes y reposts y ofrecernos cada vez más productos que no necesitamos; mientras creadores de contenido se exprimen los sesos intentando lograr más visibilidad en sus aportes diarios a la nueva biblioteca en la nube de la humanidad, hay otras personas —más de las que pensamos en realidad— que son felices viviendo sus vidas sin compartir nada, guardándose sus logros para ellos y resolviendo sus dolores hablándolos directamente con los implicados. Suelo pensar que quizá ellos han encontrado la verdadera felicidad haciendo las cosas que hacen y no necesitan la aprobación de los demás para sentirse valorados. Qué suerte tienen, cómo los envidio, son prácticamente las únicas personas que gozan del invisible lujo de mi admiración. Ojalá todo el mundo le dé otra vuelta en algún momento a cómo vivir mejor, a cómo vivir de verdad. Ya es tiempo de una revolución contra las otras revoluciones insulsas del progreso.

Amplitud de miras

Decía el cardenal Richelieu entre otras muchas cosas que «la traición es cuestión de fechas». Se trata de un personaje que en la ficción resulta malévolo e interesante a partes iguales (como suelen ser todos los villanos inteligentes), y no le falta razón cada vez que sienta cátedra. Hagamos lo que hagamos, siempre le vamos a estar tocando los huevos a alguien, no importa que llevemos las mejores intenciones. Debido a esto, la nueva ideología woke impone que tengamos en cuenta todos los puntos de vista y no hagamos lo que pueda herir a otras sensibilidades, aunque resulta difícil porque siempre va a haber alguien descontento con nuestras acciones. Lo mejor en el mundo actual es no hacer nada, no actuar en absoluto, ya que casi todo el mundo se conforma con soltar sus gilipolleces de turno en el bar y levantarse al día siguiente a seguir maldiciendo por no poder cambiar su vida solo hablando. Pero parece que hacer ciertas cosas por alguien, por un tercero —normalmente alguien débil o inocente a quien amemos sobre todas las cosas, aunque también se aplica a Dios—, justifica que podamos herir a quien sea tomando partido. Quizá sea cierto, tal vez no. No lo sé, es viernes por la noche, llueve y estoy cansado de la semana y de las ocurrencias de la peña. Quizá sean solo tonterías.

Stultorum Infinitum est numerus

«El número de los idiotas es infinito» según reza en algún sitio la Biblia, el primer libro impreso y sin duda el más importante de la historia de la humanidad, mal que le pese a algún inculto. No puedo estar más de acuerdo con esta rotunda afirmación aunque la traducción sea libre (para mí la palabra «tonto» no tiene la misma fuerza que «idiota», por eso la he tomado prestada), y aunque sin duda puedo estar incluido en ese grupo mayoritario de personas que a veces creen tener la razón absoluta cegadas por su inocente orgullo y escasa visión periférica (qué limitados somos), sí soy capaz de distinguir la paja en el ojo ajeno a través de la viga de luz reflejada directamente en mi iris.

Lo que más me ha fascinado siempre de la estupidez, característica que he ido estudiando a lo largo de los años, es que es muy contagiosa, transmitiéndose mayoritariamente entre las personas que conforman una comunidad cualquiera, sea cual sea la excusa para comenzar su constitución: familia, vecindario, parroquia, colegio, mercado, autoescuela… No importa mucho el origen, solo el fin, que no es otro que el de sentirse acompañado por personas, aunque no tengan nada o muy poco en común con uno mismo. Siempre se trata de la misma historia. Por eso he visto a tantos (y sobre todo a tantas) intentando encajar y cambiar su personalidad individual por la común que les insiste en adoptar el grupo, renunciando a perseguir sus propios fines.

Cada vez que veo a uno de estos errores vitales, mi repugnancia es tal que me anima a continuar mi propio camino con más brío. Nada humano me es ajeno ya a estas alturas, puedo entender las circunstancias y situaciones de cada uno, pero al final las elecciones son siempre nuestras. Y eso es lo único importante.

San Eloy

Es mi lugar preferido en Sevilla para realizar breves actos de contrición, tanto si la culpa fue mía como si no, nunca me queda del todo claro, si es posible mejor con una cerveza en la mano y un serranito en la otra; el resto de las tapas y en especial las tartas vegetales no las aconsejo. Te sientas en esas escaleras de azulejos, incómodas, a esperar a que llegue tu adversario, porque no cabrías sentado en la planta de arriba, la cual es solo es medio piso. Y allí esperas lo que el destino y tu buen hacer os deparen a ambos durante unas cuantas horas.

Es en ese lugar donde quedas con quien durante años no quisiste ver, contra quien tenías toda clase de argumentos vomitivos y cargabas todo el peso de tu fingida indiferencia. Porque la indiferencia siempre es fingida, los humanos somos curiosos por naturaleza y nada es invisible a nuestros ojos salvo por ignorancia. Pueden pasar los años y aún recordamos los dos apellidos y el día en que nació esa persona por quien nos afanamos en no volver a cruzarnos. Pero quizá no fuiste tú el primero en dar la espalda, quizá te hicieron el vacío primero, cosa muy frecuente en estos tiempos insulsos.

No obstante, con el paso de los años me ha quedado bien clara una irrefutable verdad: los amigos no se pierden, se dejan marchar.

Madrugadores

Nunca me ha gustado levantarme temprano, diría incluso que es algo completamente antinatural. Levantarse antes de que salga el sol y empezar a hacer cosas sin ton ni son, cumpliendo un horario impuesto que pone a prueba nuestros límites biológicos cada día.

Sales —con algo de suerte motorizado— a la calle, fría como un témpano de hielo, sorteando faros y algunos valientes en bicicleta o patinete eléctrico, dejándose la pobre piel cada día sobre el asfalto gélido, mientras otros duermen a pierna suelta hasta que les place, ganando años de vida a costa de los nuevos esclavos modernos.

Aquellos son los verdaderos héroes: la gente de a pie, el pueblo en la calle. No quienes los gestionan y aun menos quienes siendo iguales a ellos se consideran superiores por vivir en otro barrio, tener una casa más grande habiéndose endeudado más o simplemente no trabajar para tener lo mismo. Y sobreviviremos a los malos gestores y sobre todo a los idiotas que forman parte de la plebe sin considerarse como tal. Ya lo dijo Richard Ford: «el pueblo español es muy superior a sus dirigentes y clases altas». Quizá porque las clases altas a menudo vinieron de fuera y aunque se han mimetizado con la población siempre han defendido y resaltado hasta el tedio popular sus apellidos foráneos de aborrecibles consonantes y preposiciones. Pero no son sino los desechos, los exiliados de familias de afuera y allende, privados desde hace tiempo de todo resto de linaje o antiguo señorío.

Silencio entre narcisistas

Que el narcisismo está de moda en España no es nuevo. Hoy día el éxito se considera en parámetros populares dentro de una línea difusa entre disponer de medios económicos algo por encima de la media; tener suficiente tiempo libre para poder disfrutar de ellos y el control de uno o varios grupos de personas que sigan nuestra estela y retroalimenten nuestra vanidad. La juventud ha adoptado el modo de vida influencer: se centran mucho en las apariencias (el físico tiene que ser agradable de ver, mejor si quitamos ropa y contratamos a un fotógrafo que saque a relucir nuestras escasas virtudes que no son desde siempre, sino fruto de algunos días sueltos de gimnasio); en el contenido (vacío pero bien estructurado, como una película de J.J. Abrams), y la cantidad de seguidores que es lo único que le importa a los medios de comunicación, ya que se han sumado a la tontería integral, seguramente por el hecho de que ya no contratan a periodistas sino a  becarios, igual que ya todos los funcionarios de nueva hornada son interinos, los médicos eternos residentes o cubriendo bajas una detrás de otra, y un largo etcétera de intentos frustrados de profesionales.

No tiene mucho sentido tratar de crear relaciones duraderas con narcisistas y gente estúpida porque eso sólo puede traer malas consecuencias: a saber, aceptar los defectos de los demás, asumirlos como propios y sumarse a la panda de los incompetentes yendo a la caza del que va por libre, o bien sufrir constantemente por no vernos reconocidos entre toda esa mediocridad y sintiéndonos apartados del grupo al que forzosamente nos vemos socialmente obligados a acercarnos.

Mejor es filtrar y quedarnos con pocas personas a las que tratar directamente que no nos supongan carga mental y que nos den alegría y un hogar por el que pelear, o al menos algo que se le parezca. Allá donde te cuiden y te juzguen lo menos posible, sobre todo económicamente hablando, allí es.

Nombre hecho carne

Es un misterio, un misterio espléndido. Que por una vez las palabras se hagan realidad, los nombres pasados se hagan huesos y los verbos presentes, músculos en movimiento. Pero dentro del todo está ese niño viajero que conduce ese maravilloso cuerpo a través de la noche del tiempo. Aún no sé mucho de esos viajes por el cosmos que hacéis hasta llegar a una familia, la que os toca, a veces mejor, a veces peor, pero que siempre será la vuestra. Esos padres que harán todo lo que puedan aunque a veces no sepan hacerlo, esos hermanos con quienes os sentiréis acompañados al principio, junto a quienes creceréis pugnando por las migajas que caen de la mesa, y que al final acabaréis queriendo aunque no siempre podáis veros. Esos tíos tuyos que a veces se reúnen y el resto del año puede parecer que no existen, porque están en otras cosas, más o menos importantes, pero que alguna que otra vez te sorprenden y normalmente para bien.

Esos abuelos que os querrán desde ahora durante todo el resto de su vida, hasta en su lecho de muerte, que bajo secreto de confesión te aprietan la mano y te dicen que no olvidan lo que has hecho por ellos, aunque tú sabes que no fue suficiente, que nunca podrá serlo. Y esperas en el fondo de tu corazón llegar a ser para alguien, para un niño que aún no conoces, parte al menos de lo que tus abuelos fueron para ti, aunque no te lo creas. Quiérelos mucho porque duran poco, y al partir se llevan toda tu alegría con ellos. Después, nada volverá a ser lo mismo.

Marcos, disfruta del camino que andas de la mano de quienes ya lo han recorrido. Camina junto a tus hermanos y no los dejes nunca. Cuando yo no esté a tu lado sujetando tu mano, ellos sí estarán.

Marcos

La fiesta de la vanagloria

La segunda semana grande de mi ciudad huele a albero, a fritanga y a mierda de caballo. A niñateo vestido de chaqueta a juego con el color de la acera, caballistas posturales de asfalto y a hipocresía vestida de colores, niña, todo inundado de falsedad por doquier regada con rebujito adulterado. Muchos buscan ser convidados a llenarse el buche de entremeses una vez tras otra, aspirantes al carné de sevillano ejemplar, lo cual les anima a merodear de caseta en caseta, buscando quien les ceda sitio hasta la barra y el tablao, siempre de gorra, hasta la mañana siguiente. Y vuelta a empezar. Esta semana no tiene vergüenza ninguna, ni falta que hace.

Nadie se acuerda de los que no van, ni los tendrán en cuenta para el año siguiente: son los aburridos que no han reservado días, dinero o ganas para participar de la algarabía general. Estamos a escasos centímetros de una posiblemente última gran guerra mundial y lo celebramos con guasa bailando sevillanas tuneadas con reguetón. Todo el mundo se deja llevar por la ociosa costumbre de reírse de todo lo no directamente relacionado con su comarca, aunque terminada la semana sea más serio.

El bronco rumor de la feria llega hasta los pocos montes que protegen Sevilla del exterior. Caen drones entre las estrellas. Un niño nacerá una noche, ya cada vez más próxima, ajeno a toda esa tontería que no le importa.

Orgullo y mediocridad

En este país, tan dado a la queja al mismo tiempo que a la inacción, poco se habla de la figura del provocador, ese individuo que, consciente o no, produce un daño directo sobre los demás, forzando en la mayoría de los casos una respuesta negativa que nunca se hubiera dado de otro modo.

El provocador es aquella persona molesta, normalmente ineficiente en todos los aspectos en los que su víctima sobresale, pero sí capaz de ponerte de los nervios con solo abrir la boca y contarte con el más ridículo narcisismo lo estupendo que lo hace y vive todo, aunque a ti te importe un carajo. Su informe personalidad, que a veces roza la psicopatía, rezuma orgullo y mediocridad a partes iguales.

Muchos delitos menores, enfrentamientos callejeros y de barra de bar, insultos encubiertos y faltas de respeto inesperadas se producen de improviso tras una larga temporada callando y reprimiendo pensamientos negativos derivados de haber estado expuestos a provocaciones diarias por parte de personas que desgraciadamente a veces se encuentran en nuestro entorno. Nadie se enfada gratuitamente ni se molesta si no hay un paso previo a todo ello, a no ser que disfrutemos alevosamente con el caos.

Estoy seguro de que si desaparecieran los provocadores también lo harían todas las envidias y rencores, fuente inagotable de problemas autonómicos y nacionales, pero eso casi con toda seguridad no me tocará vivirlo. De modo que esto es lo que tenemos.

Antes y después

La Nochevieja nunca fue una tradición importante en mi casa, como cualquier otra fiesta pagana. Para mí no tiene mucho sentido tratar de encontrarle importancia a cambiar de mes como hacen las influencers, ni tampoco de hoja de calendario: diría incluso que es otro indicio de la mecanización sistemática a la que llevamos décadas sometidos, como si aspiráramos a resetear nuestro cerebro y terminar con las tendencias seguidas hasta ahora en todos los ámbitos antes de aceptar que todo será a partir de ahora más caro y más difícil.

En lugar de festejar comiendo uvas y bebiendo champán (bebida por cierto siempre inalcanzable para nuestros bolsillos), veíamos una de esas películas antiguas que narraban alguna batalla en la vieja Europa de una de las dos grandes guerras; largometrajes que aun siendo en color parecían de la época del cine mudo por su discutible puesta en escena, pero sorprendentemente tenían su interés. Además contaban con la ventaja de contar con poco diálogo y por ello resultar perfectamente compatibles con el estruendo de petardos y luces que inunda los cielos la primera hora de la madrugada de Año Nuevo, dando inicio a esa fiesta que acaba en redadas policiales, cotillones desmedidos incluso en los lugares más respetables y una resaca del copón.

Esta noche será la primera de muchas en que me iré a dormir con la conciencia bien tranquila por escoger cuidar de una familia en progreso. Ya os veo mañana si es que quiero reírme un poco.