Cuando tomo el camino del norte, al pasar ante esa vieja espada de hierro pendiendo bajo la intemperie, aún siento escalofríos. La primera vez que me sucedió tal cosa, apenas te conocía y sin embargo relacionaba de súbito tu nombre con ese otro al que la espada hacía referencia. Quizá porque eras mi único vínculo con aquel lugar. Te veía allá a lo lejos; tal vez en el interior de una casa perdida tras los campos resecos. Nunca he pisado la ciudad que levanta sus murallas en algún punto en medio de aquel mar dorado. No quiero pisarla nunca por miedo a encontrarte.
Pasamos de largo; atravesamos furtivamente la noche a través de montañas invisibles hasta guarecernos en un antiguo hotel venido a menos, perdido en la sierra. Las personas que me acompañaban podían disponer enteramente de él por razones que prefiero no comentar aquí. Olía a moqueta desgastada, pero limpia, y a madera vieja. El parqué crujía bajo nuestros pasos mientras visitábamos la casa. Una vez instalado en mi habitación, abrí la ventana para ahuyentar el olor a cerrado y tratar de ver por fin dónde estaba. El aire helado de la noche me hizo sentir extraño. Aún no entiendo por qué me pareció tan solemne aquel momento de intimidad. Ante mí apenas podía distinguir otra cosa que una estación oscura y una hilera de tejados puntiagudos distribuidos al otro lado de las vías; el camino del tren se perdía a un extremo y otro en una oscuridad casi absoluta. Exactamente igual que mi pasado y mi futuro. El presente era como aquella breve sección de travesaños parcialmente iluminados por una tenue bombilla. Un presente informe, acechado por la más inquietante oscuridad al margen de aquella luz naranja; azotado del mismo modo que el asfalto por esa misma lluvia helada que caía de las cumbres. No recuerdo haber tenido sueño alguno durante aquella madrugada, pero sí que soñé despierto largo tiempo, tiritando frente al vacío.
La mañana siguiente comenzó temprano. Una rutina asfixiante nos era impuesta: lentas horas de estudio encerrados en aquel santuario rodeado de nieves. Olía perpetuamente a madera vieja. El calor era insoportable dentro de la casa y fuera arreciaba la ventisca.
Estudio, trabajo… Pocos pensamientos hacia ti. En realidad, no existías, no te llevaba conmigo. Toda mi atención la acaparaban los libros. Al menos eso quería creer.
Interiormente, poca disciplina. Me distraía leyendo y escribiendo cosas. Estar cerca de la ventana era mi perdición. A veces anotaba a toda prisa ideas que me venían a la mente. Las escribía en las últimas páginas del cuaderno de francés, por no tener otro soporte donde hacerlo, usando hasta los márgenes. Las acompañaba por supuesto de borrones, como de costumbre.
Calor, mucho calor. Los radiadores sofocaban el salón; no parecía haber modo alguno de reducir su potencia. Eran viejos como la casa misma, unidos irremisiblemente a ella. En aquel lugar insólito nos afanábamos en preparar nuestros exámenes de junio con la suficiente antelación.
(…)