El amante iluso
La amistad verdadera entre un hombre y una mujer, como decía Jules Renard, no es más que «una pasarela hacia el amor». Sin embargo, para que suceda realmente esto en el mundo de hoy, al menos uno de los dos ha de ser un poco tímido, algo distinto a los demás, ir en cierto modo a contracorriente en una sociedad donde el placer carnal improvisado ha conquistado el lugar que antes, no hace tampoco mucho, era tiempo dedicado al cortejo.
Aunque especial, la amistad es posible en la medida en que uno y otro están dispuestos a conservarla. Puede existir un acuerdo tácito entre los dos; un pacto de no agresión al tipo de intimidad que ambos disfrutan por el momento. Quizá pasen meses o años sin que ocurra nada, pero hay cierto malestar a la hora de realizar ciertas actividades en común. Un chico no es una amiga más; invitarlo a dormir a la propia casa, sin más compañía, puede ser una ocasión perfecta para comprobarlo. No tiene por qué pasar algo en particular, algo engorroso o inexplicable, pero sí se puede dar por momentos una extraña sensación compartida por los dos. Y cuando algo sucede, siempre hay un porqué. Hay un momento preciso para que cada cosa llegue. Es cuestión de dónde y cuándo, pero aquí interesa sobre todo el cuándo.
Una vez conocí a un joven hombre en agonía, con el corazón maltrecho. De su órgano vital quedaba más bien poco; su corazón había sido abrasado por la llama de un amor tan intenso como no correspondido. Sólo un trozo de carne ennegrecida latía bajo su pecho demacrado.
Aquel joven me inspiró lástima, y me acerqué a su cabecera para verle de cerca, como si nos conociéramos de toda la vida. Estaba solo ante las puertas de la muerte, sin amigos o familia de quien poder despedirse. Balbuceando, me tendió un papel arrugado, doblado en varios pliegues. Me hizo un signo afirmativo con la cabeza, sin dejar de mover sus labios descoloridos. Entendí.
Desdoblé su nota y la leí en voz alta, cumpliendo su última voluntad. Los deseos de un moribundo son siempre sagrados:
Cuando un día, de pronto, te fijas en ella de otra forma; cuando al estar en el ascensor los dos juntos, el corazón se dispara y el amigo de toda la vida que os acompaña te sobra; cuando el botón de parada emerge con insistencia del tablero de mandos; cuando tu vida sin ella te parece dolorosamente vacía; cuando pierdes las ganas de comer, de dormir y de estudiar, y todos esos miles de pensamientos angustiosos te golpean la cabeza de la mañana a la noche; cuando durante esas madrugadas claras de insomnio rezas interiormente una oración que, de no tener fruto, puede tornarse después en toda una sarta de blasfemias; cuando llega el momento que esperas sin quererlo ni esperarlo; cuando empiezas a tartamudear y te sientes como un auténtico imbécil, y descubres con sorpresa que a ella no sólo le tiembla la voz, sino que además la pierde; cuando por fin te das cuenta de que las palabras no son realmente importantes, sino que es el lenguaje de los ojos el único que importa. Y cuando por último le dices lo que sientes en lo más profundo de tus entrañas de hombre, y esperas de su parte una respuesta que puede llenar de sentido tu vida o desgraciarla por completo… Cuando levanté los ojos de aquella nota, el joven hombre ya había expirado, sin previo aviso.
Llamé a los médicos, que se habían alejado uno a uno de aquella habitación a sabiendas de que no se podía hacer nada por aquel pobre diablo. Recorrí los pasillos blancos del hospital, meditando la escena a la que había tenido ocasión de asistir, con aquella nota desesperada aún en la mano.
Y digo yo, si todo esto lo pensó y sintió un hombre, ser cuya sensibilidad anda siempre en entredicho, ¿qué habría sentido aquella mujer tan especial al oírlo hablar así, y por qué no había venido al menos a llorar por él? ¿Acaso no merecía compasión aquel joven que se había esmerado en tenerla, hasta el punto de perder el sueño, el apetito y por consiguiente su vida? ¿Sabría ella que era la causante de tanto sufrimiento? ¿O estaría en otra parte, muy lejos, viviendo su vida con otro sin preocuparse en absoluto de aquel despojo? Nunca obtuve respuesta.
Flechazo
Cuando desperté, ya había amanecido. Tenía la sien izquierda apoyada en el marco de la ventana, forzando al cuello a tomar una malísima postura. Se me había quedado rígido y tan sólo podía mover la cabeza a un lado. Despierto a medias, tuve por momentos el deseo de pedir ayuda, pero deseché la idea por pereza.
Los rayos del sol invernal habían surtido su efecto sobre mi frágil sueño. El tren se deslizaba veloz por los prados verdes de un país que no reconocía. A ratos podía ver algunos elementos propios de una sociedad civilizada, como un tractor arando o trozos de alambrada de espino. Sobre el cielo claro no había ni una sola nube.
Echaba de menos a alguien de mi pasado, pero aquel pasado quedaba muy atrás en mi memoria, si bien no en el tiempo. Los meses pasan demasiado despacio en ciertos momentos de la vida.
Me encontraba prácticamente solo en el compartimento de segunda clase. No había sido la mejor hora para tomar el tren, ni tampoco la mejor fecha. La primera persona que me llamó la atención fue una chica joven sentada a mi derecha, dos filas más adelante, que miraba como yo el paisaje monótono. Tenía los cabellos dorados y bien lisos.
No he tenido demasiada suerte con las chicas rubias, pero ésta era especialmente guapa. Su rubio no cegaba en absoluto; tenía algunas zonas de sombra. Me parecía sorprendente poder verla allí, sola, a mi alcance, sin ningún maromo al lado. Tras haberla observado sin pestañear durante cerca de un minuto, ella me devolvió la mirada.
—Bonjour —murmuró ella.
—Bonjour —musité con un hilo de voz. Comuniqué más con la mirada que con los labios.
La soledad del compartimento nos invitaba a acercarnos, pero ninguno de los dos se permitió tal atrevimiento. Continuamos respetando aquella distancia moderada.
Tenía unos ojos realmente azules. Si el azul pudiera realizarse con perfección en unos ojos, aquel sería el mejor ejemplo. Azul de verdad, un azul legendario: “Azur”, como dicen los franceses.
—Avez-vu passer des trains ? —me preguntó al poco.
—Oui, j’en ai vu passer deux...
Ella alzó una ceja, sorprendida.
—Je vous demande pardon ?
Las dichosas vocales cerradas del francés. Repetí mis anteriores palabras con toda la delicadeza con que fui capaz.
—Oui, j’en ai vu passer deux —. Levanté dos dedos. Ella me comprendió.
—Ah, d’accord, merci beaucoup.
—Je vous en prie.
Ella me observó con curiosidad.
—Voudriez-vous me dire d’où vous êtes ? —. Quiso saber de dónde venía, sin duda intrigada por aquel acento rudo que nunca he logrado disimular del todo a pesar de mis esfuerzos.
—D’Espagne.
—Ah, d’Espagne… —. Sonrió. Yo hice lo propio. Por lo general, los franceses encuentran divertido que haya gente española morando por sus tierras. No he descubierto aún la razón.
Le dije mi nombre, ansioso por conocer el suyo.
Ella venía de París y se llamaba Sophie. Sabio nombre. Apropiado para aquel rostro que traslucía una inteligencia fuera de lo común, a pesar de que su edad lo maquillara un poco todavía.
Me comentó que no sabía una sola palabra de español, lo cual me dio un poco de pena y otro tanto de inquietud práctica, viéndola ya casada conmigo al cabo de unos años.
Le conté algunas curiosidades de mi país, tratando vivamente de interesarla. Lo conseguí a medias. Ella, bien educada, me prestaba por supuesto su atención, pero parecía estar pensando para sus adentros en otra cosa más importante que mis anécdotas lanzadas a la desesperada.
Yo quería saltarme todos esos pasos incómodos e imposibles de llevar a cabo y pasar a lo que realmente tenía ganas de hacer. Me podían las ganas, aunque me encontrara en un tren.
La voz femenina de la SNCF nos advirtió que llegábamos a Marsella, última estación de nuestro viaje. Terminus. Viaje terminado.
En apenas un segundo acabó aquello que pudo ser y nunca fue. Su sonrisa se tornó en una mueca de inquietud al ver la hora.
Pensé también en lo que ella diría a sus amigas francesas al día siguiente: “He vuelto loco a un español en el TGV de París”. “Il est fou de moi”.
La busqué entre la multitud, sin éxito. No quería reconocerlo, pero estaba muy nervioso. Quizá la esperase alguien en la estación. Al fin y al cabo, era muy guapa, y las chicas así suelen tener un séquito de babosos incondicionales detrás, pendientes de todos y cada uno de sus movimientos en cada ciudad que pisan.
Al poco, hube de reconocer la verdad. Mi ilusión se había esfumado con su belleza. Entonces me dirigí al mirador de la estación, la cual se halla situada sobre una alta colina de la ciudad y durante largo rato contemplé Marsella, cada avenida, cada plaza, cada calle, en busca de una turista que muy probablemente sólo estuviera de paso por aquella urbe rugosa, tan poco propicia a tanta elegancia y finura.
Buhardilla parisina
Era una noche sin luna. El cristal de la claraboya estaba empañado, cubierto de gotas de sudor. Los cuerpos arrugados de los dos amantes yacían sobre una sábana blanca que apestaba a secreciones genitales. Algunos vellos descoloridos se repartían de manera equilibrada por ambos lados de la cama. Había sido un momento único, salvaje. Casi como en los viejos tiempos.
En el pasado lo hacían muy a menudo, a diario si podían. Hasta que un día sus caminos se separaron durante lo que al principio se supuso un breve periodo y que luego resultó larguísimo. Se olvidaron de lo que cada uno representaba para el otro. Olvidaron su carácter especial. Pasó el tiempo, demasiados años aislados por el silencio. Cada uno siguió con su vida, como si nunca más fueran a verse. Perdieron la mayor parte de sus recuerdos. La vejez les alcanzó por igual.
El orgasmo de aquella tarde fue inmenso, pero breve. Ninguno de los dos desgastados corazones pudo resistirlo. Sus cuerpos se estremecieron durante un inolvidable segundo y luego se quedaron quietos, rígidos. Ella tenía la boca abierta con los ojos mirando hacia un infinito inexistente tras el techo. Él permaneció extendido sobre su vientre frío. Encima caía la noche; un manto de dispersas estrellas cubrió la escena. La lámpara siguió encendida: una luz amarillenta sobre un tejado azul, en medio de la gran urbe conocida mundialmente por avivar, de una forma u otra, los amores apagados.
El paso de los Pirineos
Lo que le había llevado hasta allí no era, en ningún caso, su buena fortuna.
Tenía las ropas destrozadas tras haberse arrastrado durante largas horas a través de espinosos matorrales. Una fina capa de polvo le ensombrecía el rostro, desaliñado y empapado en sudor. Aunque no había ninguna granja habitada o pueblo por los alrededores, sí creía haber visto una delgada columna de humo a lo lejos, tras los montes que se alzaban ante él. Se encontraba solo en el centro de aquella enorme espesura.
Las sombras azules se acercaban a medida que avanzaba, penosamente aferrado a una gruesa rama de árbol, a modo de cayado. La pierna le dolía enormemente. Su rodilla no era más que un vendaje aparatoso con forma de melón, sangrante. Desprendía un olor nauseabundo, algo así como a carne putrefacta. Quizá hubiera de ser amputada más tarde, pero ahora no tenía tiempo de pararse a pensar en ello.
El camino era escarpado; hubo de servirse de las manos para escalar, tirando de pequeñas raíces que salían de la tierra. Llegó al fin a una llanura en las alturas, cubierta de hierba seca y alta, de color amarillo. Se arrastró dificultosamente hasta quedar tumbado a una distancia prudencial del precipicio.
¿Qué significaba España para él en realidad? ¿Qué relación de parentesco había entre él y la nación? ¿Acaso era la madre patria una verdadera madre? Él andaba desamparado y lejos de su hogar, decidido a abandonar la tierra que le había visto crecer. Los tiempos revueltos le forzaban a buscar un lugar seguro donde poder defender sus ideas en paz. España ya no era un país; era un gran ejército movilizado y dividido, cuyas partes pugnaban por lograr el poder absoluto.
El aire cálido y los trinos de los pájaros le envolvieron hasta el punto que pareció elevarse unos palmos de la hierba. Su mente quedó seducida por aquella música que le recordaba de algún modo una vieja marcha militar. Los gritos de las águilas se le antojaron las más épicas trompetas. El viento que silbaba entre las cumbres transmitía una cadencia inusitadamente regular. Como un himno solemne en las cimas.
Tenía que levantarse y seguir. La frontera distaba apenas un par de horas y el camino sería cuesta abajo en adelante. Le resultaría más fácil avanzar, podría incluso dejarse caer rodando por las laderas llegado el momento. Era vital alcanzar Andorra.
Se puso de costado y empezó a mover su peso hacia la rodilla sana, apoyándose en el bastón. Cada movimiento le costaba una lágrima. Los latidos de su corazón ahogaron la música del aire. Se puso en pie. La sangre bombeada golpeaba sus oídos con fuerza. Sentía aquel flujo que presionaba sus tímpanos haciéndole daño. Tragó saliva y terminó de ponerse en pie. Quería oír de nuevo la música. Pero no volvió a oír nada. Comenzó a andar en silencio, descendiendo hacia el valle, hacia el final del sendero.
Atraco infantil
La calle está vacía; es la hora de la siesta. Andrés camina con la mochila colgada de los hombros. Tiene que hacer un trabajo con un compañero de clase y han quedado a las tres y media en su casa. El amigo vive cerca, en el mismo barrio, pero Andrés no se siente en seguridad cuando sale afuera sin la compañía protectora de sus padres. Los chicos del barrio no se visten como él, ni hablan como él, ni se comportan como él. No quiere entretenerse demasiado por el camino. En la calle no se cruza con nadie, todo parece tranquilo por el momento.
Al pasar por una esquina, ve de refilón unas siluetas confusas. No se atreve a mirar de qué se trata; pasa de largo. Oye una breve risa.
Sigue adelante. Las voces se acercan rápidamente. Andrés aprieta el paso, sintiendo que el corazón se le acelera a cada zancada.
—¡Eh! ¡Eh, chaval!
Ya está, le han visto y saben que les tiene miedo. Es carne de cañón. Andrés duda entre pararse o echar a correr. Lo segundo no le parece una buena idea, porque entonces van a pensar que es realmente un cobarde y estará perdido. Prefiere seguir caminando sin mirar atrás, sin darse por aludido.
—¡Chaval! —le llama uno—. ¿Tienes un euro?
Andrés mira por encima de su hombro izquierdo y dice:
—Diez céntimos.
Son tres. Uno es más alto que él, y otro más bajo. El de en medio, un pelirrojo con pecas en la nariz, le lanza una mirada socarrona y vuelve a preguntar:
—¡Chaval! ¡Chaval! ¡Eh! ¿Tienes un euro?
—Diez céntimos —repite Andrés, tratando de parecer sincero.
—¡Ahora mismo nos los das! —grita el pelirrojo plantándose ante él.
—Vale, vale…
No hay salida, lo tienen rodeado y le fuerzan a seguir caminando para no llamar demasiado la atención. El alto se pone a su izquierda, el pelirrojo a la derecha. El más bajo se queda rezagado, montando la guardia a un lado y otro de la calle. Andrés mete la mano en su bolsillo derecho y hurga con dificultad dentro de sus vaqueros. No quiere sacar su cartera porque está seguro de que se la robarán también, con todo lo que hay dentro. Se sorprende de que ninguno trate de meterle la mano en el bolsillo. De pronto nota como le abren la mochila por detrás.
—¡Eh! —exclama revolviéndose con indignación.
En ese momento siente un dolor intenso en la nuca y ve literalmente las estrellas. El pelirrojo le ha dado un cate. No comprende cómo ha conseguido causarle tanto daño; siente que se marea y pierde un poco la noción de la realidad.
—¿Qué te pasa? ¿Nos das el dinero o qué? —mantiene la mano levantada, amenazante. Andrés reacciona poco a poco y vuelve a meterse la mano en el bolsillo. Consigue abrir el monedero de la cartera con el dedo índice. Tantea las moneditas con la yema, buscando la más pequeña, la que tiene ranuras en el canto. Lleva dos euros con sesenta en total. Saca los diez céntimos del bolsillo y se la da al chico alto, al que supone jefe de la banda. Este le mira por primera vez con cara de pocos amigos.
—¿Solo esto? ¡Danos más!
—No tengo más…
El pelirrojo le mete la mano en el bolsillo, pero Andrés le sujeta la muñeca y no le permite alcanzar la cartera. Se aterroriza al darse cuenta de lo que ha hecho, pero no le suelta; la idea de un nuevo cate le parece menos grave que perderlo todo. El otro le pega efectivamente en la nuca, pero esta vez con la mano izquierda. El impacto no le hace ver las estrellas ahora, aunque duele bastante. El dolor le despierta. Andrés se harta y acelera el paso, hacia el otro lado de la calle. Ha visto a un par de viejas que conversan tranquilamente, a apenas unos metros tras los coches aparcados.
—¡Quillo, quillo! ¡Que tiene una cartera con documentación! ¡Hay que quitársela también! —grita el pelirrojo a sus espaldas.
Pero los otros le arrastran. Andrés cruza la calle y se encamina hacia las viejas, buscando protección. Los chicos desaparecen tras una esquina. Se acordará siempre de ese rincón y de esa calle; probablemente no volverá a pasar por allí. Respira entrecortadamente, pero ya en cierta seguridad. Tiembla sin tenerlas todas consigo. Piensa en lo indefenso que se ha sentido ante las amenazas y en el posible castigo que esos chicos merecen. Porque lo que han hecho está mal, lo tiene claro, pero no sabe quién podría darle la razón en esto. Se han ido con sus diez céntimos sin que a nadie le haya importado lo más mínimo. Si se lo contara a la policía se reirían seguro de él al denunciar un robo tan pequeño. Alguna vez ha oído en el colegio que un robo comienza a ser importante cuando la cantidad en cuestión es suficiente como para comprar droga. Aunque él no tiene ni idea de cuánto cuesta la droga. Mira nuevamente de reojo la esquina y prosigue su camino, tratando de calmar los latidos que le golpean bajo el pecho.
Son solo diez céntimos. Nadie va a la cárcel por robar diez céntimos.
El penalti
Te ajustas los guantes aunque están perfectos. Adidas los hace a tu medida. Detrás recibes una batería de fogonazos. Te estiras bien la camiseta, por si la foto que está a punto de venir es la definitiva. Quizá seas el héroe de esta noche y te saquen en portada. Alzas los hombros y sacas pecho.
Es el penalti definitivo. Si lo paras, pasaréis a la historia como la única selección que ha ganado tantos títulos internacionales consecutivos. Lo que ya habéis conseguido es una burrada, una locura. Con el paso del tiempo te has convertido en leyenda, pero lo de hoy puede incluso superarlo. Serás el más grande portero de todos los tiempos.
Frente a ti, el delantero de otro equipo nacional. De tipo africano. Fuerte. Tiene la cabeza completamente afeitada, la picuda coronilla reluciente de sudor; lleva cerca de dos horas corriendo. Tú en cambio no has tenido apenas trabajo. No toma demasiada carrerilla y eso te alivia en cierto modo. Sabes que el disparo no será tremendo. Piensas, te mentalizas para detenerlo. Sabes desde siempre que la forma más segura de marcar gol es meterle fuerte con la puntera de la bota, con la uña del dedo gordo, así el portero ni la ve. Mientras no se la tires a la barriga, marcas seguro. Pero el fútbol actual es exigente. Lo del punterazo está mal visto: hay que golpear la bola con estilo, asumiendo riesgos.
Os miráis a los ojos. Ninguno evita la mirada del otro, sois hombres. El primero que baje los ojos tiene menos huevos. Para tirar un penalti hacen falta muchos, así que tu rival te desafía como si fuera un gorila en celo. Tú haces lo propio, no vas a ser menos. En realidad, es absurdo. No es en los ojos del otro donde vas a adivinar la dirección del chut, sino en la última posición de su pie derecho antes del disparo.
El fútbol es así. La clave para el éxito está en conservar la cabeza sobre los hombros cuando más hace falta.
El árbitro pita, el público se levanta de sus asientos. Algunos rezan en silencio, otros murmullan tan fuerte que sus voces parecen invocar el advenimiento de una tormenta. La bota de tu rival parece indicar un tiro cruzado hacia el poste derecho. Sin moverte, ya calculas la fuerza de tu próximo salto. Pero procuras que no se note, no vaya a ser que des pistas.
Rezas para no estar equivocado y que en el último momento la bola vaya para el otro lado. Quieres acabar ya. Mantienes los ojos abiertos. El estadio ruge mientras tu rival corre como un poseso hacia la pelota. En apenas un segundo, todo puede haber terminado.
El gol
Gotean incesantemente los aparatos de aire acondicionado. Se alarga la tarde. Los bloques de viviendas relucen bajo el sol de junio. Las temperaturas de hoy son tan altas que el calor se puede distinguir con la mirada, flotando en el aire seco. El cielo es aún azul; pocas horas antes he visto fotos de una mañana roja cubriendo el Levante español, pero aquí no hay el mínimo atisbo de ceniza. Como si lo de Valencia fuera otro desastre en el exterior, lejos de nuestras fronteras; una intangible catástrofe de telediario.
Vivo en un barrio obrero, donde la mayor preocupación de las familias es llegar a fin de mes sin renunciar a meter una docena de litronas en cada carro de la compra. Todos han cerrado las persianas y murmuran con nerviosismo mientras corren los minutos. Puedo oír alguna bocina aislada en medio del silencio asfixiante de la tarde. Sigo caminando por la plaza desierta.
De pronto llega el gol. Un grito que arrastra voces y pitos como un tsunami sobre la ciudad. Tiemblan los edificios. Comienza una serenata a golpes de claxon en alguna calle vecina. El país entero se ha levantado de una siesta veraniega ante el televisor. Todos se sienten aún más españoles de lo que ya eran al amanecer. Parece que por fin vamos todos a una, y eso me sorprende. Hoy hasta el más facha habrá sintonizado Telecinco. Sé que esta noche no podré dormir hasta bien entrada la madrugada. Entro en casa y me uno a la fiesta, aun a sabiendas de que será inútil. Mañana es lunes y comienza otra semana incierta.
Fanta sin alcohol
Ella era muy linda; tenía cara de no haber roto nunca un plato.
—Todos estos que vienen a hablar conmigo solo quieren bailar y cogerme el culo… Si hubiera más hombres como tú… —le acarició la mejilla con la palma de la mano. Andrés sintió un escalofrío maravilloso.
Mientras bailaban, pensó en el verdadero significado de aquella frase. No sabía si se trataba de un cumplido o de algo que pudiera convertirse en motivo de preocupación. Ella tenía los ojos cerrados y se apoyaba en sus hombros. Aprovechó la oscuridad del local para fijarse en su escote. Le impresionaban aquellos senos tan abultados y graciosos.
—Mira, ese me quiere coger el culo también.
—Qué vergüenza.
—Se está acercando. Vamos a ver qué quiere.
Era un chico muy alto, con el pelo algo rizado y los ojos color gris. Saludó brevemente a Andrés y se puso a hablar con Lisa en voz baja.
—Andrés, ¿me podrías traer una bebida, por favor? Algo sin alcohol… una fanta sin alcohol, por ejemplo.
—Pero si la fanta no tiene alcohol…
—Pues eso, una fanta entonces, ¿vale? Por favor, por favor… —insistió ella sonriendo.
—Vale, una fanta.
—Gracias, te espero aquí —dijo ella con una gran sonrisa.
—Ahora vuelvo…
Cuando regresó con la bebida, ella había desaparecido. Andrés miró a un lado y otro sin encontrarla. Buscaba sus senos. Se abrió paso entre aquellos cuerpos de colores que se deslizaban sobre la pista.
Al fin la encontró en un rincón, abrazada fuertemente al chico alto, besándolo como si le fuera la vida en ello. Esperó a que terminaran. Ambos tenían los ojos cerrados y se mecían al ritmo de la música.
—Gracias por la fanta —dijo ella sonriendo de nuevo.
—De nada —suspiró él.
Ella tomó un sorbo y le devolvió el vaso. Siguió comiéndole la boca apasionadamente a su nuevo amigo. Andrés dudó unos instantes con la bebida en la mano, aguardando a que pasara algo más. Al ver que todo seguía igual, dejó con cuidado el vaso en el suelo, murmuró algo incomprensible y se encaminó hacia la puerta de salida.
Bella desquiciada
Cuando la Bestia dejó a aquella hermosa chica llorando en la habitación de huéspedes, no sabía hasta qué punto iba a quedarse prendado de ella. De entrada, le habían gustado sus ojos castaños y su pelo a juego, bien recogido: los únicos atributos visibles. El resto habría de descubrirlo más tarde; total, tenía toda la noche para dedicarse por entero a tal dichosa tarea. Decidió bajar y prepararse. Saltó de manera espectacular, de rellano en rellano, levantando la gruesa alfombra con su inercia. Llegó a la planta baja, la cual retumbó entera bajo su peso. Rugió y recorrió el espacioso pasillo a trote ligero. Sus pezuñas rayaban el mármol del suelo, pero a él le importaba un carajo. Estaba su casa, después de todo. Se entregó al cuidado de sus servidores; una panda de muebles animados que hacían lo imposible para complacerle. Le tenían mucho miedo porque él era fuerte y ellos ridículos.
En la sombría ala oeste del palacio, una rosa marchita dejaba caer sus últimos pétalos, a intervalos de una hora. No quedaba mucho tiempo; la chica había llegado en el mejor momento, cuando ya empezaba a cuestionarse su existencia. Parecía un nuevo milagro. De pronto, llegaba una aldeana espléndida a alegrarle la noche más fría del invierno. Como por casualidad. Era la noche idónea para empezar una nueva vida. Se encontraba feliz, excitado, lleno de esperanza. Cosas que no experimentaba desde hacía largo tiempo.
Bella, en cambio, no había experimentado ningún sentimiento hacia la Bestia que no fuera miedo. Un miedo terrible, no a morir, sino a ser maltratada más allá de lo que podía imaginar. Al fin y al cabo, se encontraba prisionera en el castillo de la Bestia. Por otra parte, su padre enfermo había podido dejar aquella mansión oscura y maldita. Se sentía reconfortada; algo era algo. La Bestia no lo quería merodeando por allí. Y, poco a poco, comenzaba a sospechar por qué. Después de todo, tampoco era tan difícil adivinarlo. Sin embargo, tardó todo un mundo en hacerlo.
Le preocupaban las intenciones que su anfitrión pudiera tener para con ella. Se puso en el peor de los casos y le invadió inmediatamente un temblor incontrolable. Se le nubló la vista y sintió un terrible escozor en la nuca. Pensó largamente en ello, tratando de dilucidar los pros y los contras. Lo único realmente hermoso que podía tener la Bestia era tal vez su parte más íntima. Debía ser de tamaño bestial. Como una gruesa salchicha alemana forrada de pelo castaño. Pensándolo bien, quizá no fuera tan mal partido. Pero besar aquellas mandíbulas babosas y armadas con colmillos no iba a ser tarea fácil. No, no; se arriesgaba a un mordisco o a perder un ojo. Ignoraba qué hacer en aquel momento dramático. No tenía muchas salidas, la Bestia se la tiraría con tranquilidad, como un lobo que acorrala suavemente a su presa inerme y después… Después quizá la engulliría como postre, una vez alcanzado el orgasmo (el suyo, claro está). ¿Por qué mostraría delicadeza con ella aquel monstruo?
Otra historia interminable
Bastián entreabrió los ojos, cegado por la luz. Ya no estaba gordo, más bien lo contrario; se había convertido en un niño repipi con los cabellos peinados formando un casquete; el flequillo hasta los ojos. A lo Justin Bieber. Fújur, el dragón de la suerte, tampoco habría podido reconocerse de haber tenido al alcance un espejo adecuado a su talla. Alguien se había divertido dibujándole un hocico y unos ojos de perrito faldero. Sus poderes se habían visto también considerablemente mermados.
Atreju no era verde, como cabía esperar de un indio de las praderas. Ahora tenía la piel como todo hijo de vecino, un tono francamente pálido para un Sioux. Avergonzado por su nuevo aspecto, puso pies en polvorosa y salió atropelladamente de la sala. Fújur se dio la vuelta para ir en su busca. Como ya no podía volar, tuvo que contentarse con sus recién estrenadas patas de galgo. Bastián se quedó solo con la Emperatriz Infantil.
La Hija de la Luna era la criatura más hermosa que Bastián había contemplado nunca. La única digna de tal nombre. De los pies a la cabeza era blanca y fría, como de mármol.
—Es el principio —dijo ella solemnemente.
—¿Por qué?
—Porque estás aquí. Si has venido es porque es el principio de algo. Algo acaba de empezar.
—¿El qué? ¿Un viaje?
—Si has venido a eso, sí.
—¿Y si es otra cosa?
—También es el principio de algo. Tú decides de qué es el principio.
—El principio de mi locura, me dirá mi padre. Él piensa que me estoy volviendo loco, como mis compañeros de clase. Ellos me llaman “chiflado” y cosas así.
—¿Y tú qué piensas? ¿Crees que tienen razón?
—No sé qué pensar, la verdad.
—¿Dudas de ti mismo?
Bastián se encogió de hombros. Parecía triste.
—Yo quiero creer en ti, pero soy el único. Y hasta que no te he visto no me he creído que la historia que contaba el libro fuera cierta.
—Todas las historias que cuentan los libros son ciertas, Bastián. Eso dice el Viejo de la montaña. Cuando yo me vaya ¿seguirás creyendo en mí?
—Sí —contestó el niño.
—¿Aunque los otros te digan que yo no existo?
—Sí.
—¿Aunque tu padre piense que estás loco?
—Sí.
—¿Sin esperar nada a cambio? ¿Seguirás creyendo en mí porque me has visto?
—Sí, siempre.
—Ya que estás tan seguro, Bastián, te contaré un secreto.
—¿Sí? —exclamó Bastián, nervioso.
—Sí, te lo diré aunque no quieras nada a cambio de creer en mí. Existo porque crees en mí, Bastián. Todo lo que nos rodea proviene de ti, de tu deseo de creer en cosas en las que nadie cree. Por eso hemos venido.
Entonces, ella lo cogió de la mano y lo arrastró hacia el fondo de la sala, hacia el lugar de donde provenía aquella luz cegadora, y le susurró cosas ardientes al oído, cosas que ningún otro mortal ha oído. Y, juntos, caminaron hacia el resplandor, hasta fusionarse con los cálidos rayos de luz alba, que se fue tornando transparente a medida que se acercaban, dejando ver lo que se extendía más adelante, un mundo nuevo.
Pero eso, es otra historia.