Ocurrió esta tarde, apenas poco después de pasado el mediodía solar. El cielo se oscureció de pronto, como si fuera de noche. Y la lluvia comenzó a golpear los alféizares y maineles con gotas de plata, semejante a aquella cascada aislada de primavera sobre el canchal en mitad del valle verde.
Llovió en abundancia y no paró sino de manera intermitente hasta la cena. Luego prosiguió con fuerza, pasada la medianoche, y me acerqué a cerrar las contraventanas. Abajo brillaban los adoquines plateados bajo la luz de las farolas anaranjadas. Se me ocurrió pensar en otras noches solitarias en las que me viera deambulando vagabundo entre las sombras, en países lejanos, ajeno a las diversiones de este mundo. Aún sigo sintiendo parte de aquel pasado que nunca se aleja del todo. Aún sigo contando los días y los años que partieron de momentos que no puedo olvidar y que no he desterrar por siempre.
Sé que mañana los charcos de esta lluvia de medianoche habrán desaparecido, pero por ahora voy a soñar con mares y tempestades imaginarias, los males de mis recuerdos, mucho más reales y temibles que la realidad misma.